• Diario Digital | viernes, 19 de abril de 2024
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Tocando en los buses de San Salvador por unas monedas

Conozca la historia de los dos Francisco y cómo es que luchan a diario para obtener unas monedas que les permita tomarse un café por las mañanas.

franciscos
Tocando en los buses de San Salvador por unas monedas

Francisco Hernández se levanta a las 4 de la mañana a prepararse un café en una cocina eléctrica de un solo quemador. A su lado no duerme su mujer ni tiene a nadie más en casa, excepto su guitarra vieja, tan cansada y llena de arrugas y golpes como él mismo. En silencio reza un Padrenuestro esperando que no vaya a llover y que pueda ganarse la vida.

Al otro lado de la ciudad (él vive en una comunidad de la colonia San Patricio, de San Salvador), vive el otro Francisco, de apellido Vílchez. Él también ha dejado la cama cuando aún no ha salido el sol, y tampoco tiene a nadie más en su vivienda. Le acompaña una vieja concertina que ya está desafinada por el uso, además de que ha sido remendada con pedazos de lata para sanarle las partes corroídas. Se desplaza desde la zona de la línea del tren, por la colonia Cinco de Noviembre, hacia la zona del estadio Cuscatlán donde sabe que llegará a eso de las ocho de la mañana “su compadre” Francisco Hernández, cargando la guitarra, dispuestos a ganarse el pan, como lo han hecho en los últimos 8 años, cantando y tocando en los buses.

Ambos Francisco tienen 73 años cada uno y es notable una precaria calidad de vida pues aparentan mayor edad. La soledad los ha golpeado en los últimos años y aún no se acostumbran, dicen.

Abordan los buses con dificultad y con mucho trabajo pasan el marcador de pasajeros por encima, para que no les cobren los veinte centavos del transporte. Una vez están colocados, se arriman a los asientos para cantar corridos desconocidos por las nuevas generaciones, con una voz que casi se apaga pero que en algún momento habrá sido afinada y les habrá valido el aplauso.

Saludan a los pasajeros y se presentan brevemente, no más dicen que van a cantar una canción y que esperan la colaboración para poder comprar tortillas.

Los dos llevan sombreros negros, como los rudos en el viejo oeste, pero ya no lo son. Francisco Hernández lleva la voz principal mientras que su amigo le acompaña con los coros. Hernández dice que ha cantado toda la vida, incluso cuando trabajó de albañil, en sus mejores años, y cuando fue empleado de ANTEL, taxista, fotógrafo de iglesias, y cuando tocó en un grupo que se llamó “Los Giros de Monserrat”.

“Cuando tocaba con el grupo me salían bastantes serenatas. Tocábamos y nos iba bien, pero entonces yo tomaba mucho y mujereaba, por eso fui perdiendo todo lo que tenía”. ¿Y se casó?, pregunto. “Sí”, responde pero la mirada se va detrás de un bus, como lamentando que ha dejado pasar una oportunidad para que le regalen algunas monedas.

Él no tuvo hijos y su esposa un día se fue con otro y ya no supo más. Hasta ahora no sabe si sigue viva, dice.

En cuanto a Vílchez, se desempeñó como jornalero y molinero. Esos fueron sus únicos trabajos “formales”. Aprendió a tocar la concertina cuando tenía unos 14 años en el instrumento de un tío que tocaba en un conjunto musical. “Aprendí de puro oído, a mí nadie me enseñó los acordes, y todavía sigo aprendiendo porque este bolado es difícil”, manifiesta. Tuvo dos hijos pero no sabe en dónde están, además asegura que fue poco afortunado en el amor, de lo que culpa al alcohol.

Hernández, comienza con la guitarra y los pasajeros parece que no le prestan atención, igual, pareciera también que él mismo tampoco pone atención, solo quiere bajarse del bus con algo de dinero en los bolsillos.

Luego se une al coro Vílchez quien canta aún más suave y apenas se le entienden unas palabras que hablan de una mujer a quien ya dejó de amar. Son canciones desconocidas y simples, de apenas tres acordes, que van repitiendo de bus en bus sin importarles ya si a la gente les gusta o no.

Al terminar su interpretación agradecen a los pasajeros y pasan uno adelante del otro, ambos con la mano extendida, dando las gracias a las personas aunque les nieguen una moneda.

La rutina se va a repetir todo el día. Al final compartirán las ganancias que son en promedio 7 dólares para cada uno y así se irán a sus casas, con un pequeño tesoro que les permitirá tomar café para volver a comenzar al día siguiente.

Los dos Francisco no tienen pensión, no tienen familia, se enferman de gripe, del estómago, de soledad, y hace que les duelan los huesos.

No hay programas de gobierno para estas personas, tampoco tuvieron oportunidades cuando fueron niños y de jóvenes ya era muy tarde porque tenían que trabajar para subsistir al no contar con padres que se responsabilizaran de su educación. En el bus después de 73 años, la gente les sigue dando la espalda y así terminarán sus días, tirados con un canto en la garganta que se apagó con cada canción desafinada. El gobierno y la sociedad no los extrañarán.

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