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Política - Cinco hombres y un golpe (Primera entrega)

Roberto d’Aubuisson, un hombre derrotado

PRIMERA ENTREGA. Tras el golpe de Estado, el mayor d’Aubuisson se había pasado los últimos días a salto de mata, comiendo poco y durmiendo menos, escondiéndose en hoteluchos y pensiones de mala muerte, con la pistola siempre al alcance de la mano, atento al menor movimiento a su alrededor.

Mayor Roberto d’Aubuisson Arrieta.
Mayor Roberto d’Aubuisson Arrieta.
Roberto d’Aubuisson, un hombre derrotado

El mayor Roberto d’Aubuisson conducía un viejo Volkswagen blanco. Avanzaba sigilosamente y en máxima alerta por calles secundarias de San Salvador. Estaba seguro que tanto el nuevo gobierno como las guerrillas habían organizado comandos encubiertos para su captura o aniquilamiento. 

Por eso, además de su habitual pistola Browning 9 milímetros, llevaba consigo una subametralladora Uzi y dos granadas de fragmentación M-67.

Entró a la colonia San Francisco buscando la salida hacia la autopista sur a la altura de la UCA; luego subió por la calle Albert Einstein hasta la colonia La Sultana. Allí giró sobre el pasaje Dalias y se detuvo frente a la casa número 33. Después de un cuidadoso chequeo del entorno metió las armas en un maletín negro, bajó del auto y tocó el timbre.

Amada Milla de Angulo abrió la puerta y se sorprendió cuando vio a su compadre y amigo de tantos años. Aquél militar hiperactivo y fibroso, bien atildado y siempre alegre y dicharachero, ahora estaba pálido, ojeroso, sin rasurar y con la ropa arrugada, un tanto hosco y medio encorvado de hombros. Tenía 36 años, pero en ese momento parecía un viejo acabado.

Era la tarde del 22 de octubre de 1979. El mayor d’Aubuisson se había pasado los últimos días a salto de mata, comiendo poco y durmiendo menos, escondiéndose en hoteluchos y pensiones de mala muerte, con la pistola siempre al alcance de la mano, atento al menor movimiento a su alrededor.

Siete días antes se había perpetrado un golpe de Estado, dando paso a una Junta Revolucionaria de Gobierno conformada por tres civiles y dos militares. Estos prometían grandes reformas democráticas y el cese de la represión política, pero al mismo tiempo la guardia y la policía asaltaban a sangre y fuego los barrios tomados por las guerrillas en la periferia de la capital, o fábricas y fincas ocupadas por los trabajadores en huelga, y disolvían a balazos las protestas callejeras cada vez más beligerantes que realizaban a diario las organizaciones populares.

A solo una semana del golpe, Amnistía Internacional reportaba que el nuevo gobierno era responsable de más de 100 asesinatos de manifestantes y trabajadores huelguistas. Por su parte, las guerrillas habían intensificado una campaña de aniquilamiento contra los informantes y los represores del régimen anterior, que en su mayoría eran miembros de la Organización Democrática Nacionalista, ORDEN, y de la Agencia Nacional de Seguridad Salvadoreña, ANSESAL. 

Y el mayor Roberto d’Aubuisson era miembro de la jefatura de ambos organismos. Según él mismo contaría después a sus allegados, 11 de sus principales agentes secretos habían sido asesinados uno a uno por las guerrillas, en operaciones que, según él, evidenciaban filtración de información por parte de los nuevos inquilinos de Casa Presidencial.

Uno de esos asesinados era el teniente Antonio Castillo, el Chato, que había sido siempre la mano derecha de d’Aubuisson en el trabajo contrainsurgente. El mayor no tenía ninguna duda de que se trataba de una venganza de Joaquín Villalobos, el jefe del Ejército Revolucionario del Pueblo, ERP, ya que fueron precisamente el Chato Castillo y sus hombres quienes habían capturado y mantenido en cautiverio clandestino a Ana Guadalupe Martínez, comandante guerrillera y novia de Villalobos. 

Y por supuesto, d’Aubuisson también creía que la pieza mayor de toda esa operación de cacería era él mismo.

“Póngame unos tragos y déjeme descansar un rato, comadre”, le dijo aquella tarde a Amada Milla. Luego se tumbó en una hamaca que estaba bajo los árboles de mango, al fondo del patio, y comenzó a fumar y a beber en silencio mientras comenzaban a caer despacio las sombras de la noche.

Ni Amada Milla ni su marido, don Ernesto Angulo, quisieron importunarlo. Netío, que rondaba los diecisiete años, vio desde la ventana de su cuarto cómo el mejor amigo de sus padres jugaba con la pistola entre sus manos, absorto en quién sabe qué sombrías cavilaciones. El muchacho, según me contó muchos años después en esa misma casa, no podía quitar la vista de aquella pistola, cuyo cañón paseaba el hombre ensimismado por su frente y sus sienes con evidente pesadumbre.

***

Roberto d’Aubuisson durante su vida militar.“Roberto d'Aubuisson, fumador compulsivo, pasó la mayor parte de su vida militar espiando a los enemigos del Estado. Quienes lo conocen lo describen como un agente de la policía política  ansioso y enérgico, con memoria fotográfica de la información de los archivos y documentos sobre la oposición”. (Una guerra sucia en nombre de la libertad. Craig Pyes. Albuquerque Journal, 1983).

Ese mismo año de 1983, Christopher Dickey escribió Detrás de Los escuadrones de la muerte en The New Republic, y afirmó: “Aunque llegó a ser el segundo jefe de ANSESAL, d'Aubuisson era conocido por su excesiva afición a la bebida y a las mujeres, y por ser demasiado ligero de lengua”. 

Por mi parte, el año 2004 escribí un largo reportaje sobre Roberto d’Aubuisson, que fue publicado por La Prensa Gráfica en doce entregas semanales. Para realizar ese trabajo conversé con varios de sus familiares, amigos, compañeros de armas, correligionarios y enemigos políticos.  

“Cuando d’Aubuisson sale del ejército después del golpe, efectivamente es un hombre derrotado”, me dijo el ex comandante guerrillero Dagoberto Gutiérrez. Su argumento parece razonable:

“Su misión era ganar la batalla preventiva, matar al niño insurgente antes que se desarrollara. ORDEN y ANSESAL tenían que haber hecho eso y no hicieron, por lo menos no exitosamente. Su tarea era impedir el crecimiento de nuestra fuerza política y militar, y crecimos; era evitar la guerra, y cuando la guerra estalla d’Aubuisson sale sobrando, es desplazado por los oficiales que asumen la dirección de las operaciones militares contrainsurgentes en el terreno, y entonces él se convierte en un político más”. 

Y concluye Dagoberto:  

“Lo que Roberto d’Aubuisson no entendió, y que tampoco entendieron sus jefes y sus maestros anticomunistas de Fort Gulick y de Taiwán, es que a más represión gubernamental más lucha popular. Si nos atenemos a la lógica de la evolución de las distintas fases del enfrentamiento, resulta evidente que esa batalla la ganamos los revolucionarios. Y uno de los mayores responsables de esa gran derrota de la derecha fue precisamente Roberto d’Aubuisson”.

Hay opiniones mucho menos sutiles entre algunos de los que fueron sus jefes o compañeros de armas. En el libro Tiempos de locura, publicado en 2006 por Rafael Menjivar Ochoa, el coronel Abdul Gutiérrez, que fue miembro de la Junta de Gobierno golpista, opina, como Christopher Dickey, que Roberto d’Aubuisson era un borrachín indiscreto que se daba importancia contando a medio mundo lo que hacía en ANSESAL, y que por eso “en el Estado Mayor de la Fuerza Armada no se le tenían confianza”.

En ese mismo libro, el también coronel Reynaldo López Nuila, director de la Policía Nacional en los años ochenta, dice: “Roberto d’Aubuisson solo era un mayorcito; los militares no lo querían; de los comandantes, ninguno lo quería”.

Pero otros militares creen que si el hombre se sentía tan derrotado aquella tarde del 22 de octubre de 1979, en casa de los Angulo, no era porque él hubiera sido negligente o irresponsable en su misión, sino porque sus jefes no seguían sus recomendaciones. El coronel Ricardo Arango Macay, que cuando era teniente fue su subalterno en ANSESAL, me dijo:

“Mi mayor era muy eficiente en su trabajo de análisis y sistematización de la información de inteligencia. Y a la hora de los tiros no se echaba para atrás”. Y a propósito de esto último me contó un incidente:

“    “En 1978 tuvimos noticias de una importante casa de seguridad de la guerrilla, en San Miguel. A mí me tocó ir al frente de la unidad de choque. Mi mayor era el jefe de la operación. Cuando entré a la casa, el enemigo abrió fuego y en la refriega caí herido.  Mi sorpresa fue cuando mi mayor, que no tenía por qué estar dentro de la casa, porque él era el mando, en medio de la balacera me cargó y me sacó de la línea de fuego”.

Según el coronel Arango Macay, lo que sucede es que se ha sobredimensionado la naturaleza del trabajo de ANSESAL: 

“La inteligencia investiga, desenmascara y expresa al mando una situación determinada, pero no define la respuesta. Además, él nunca fue el jefe de ANSESAL. Nunca estuvo en su mano determinar la estrategia global contra la subversión. Para eso hay en la Fuerza Armada una cadena de mando, una estricta jerarquía. De modo que en ese aspecto no es correcto atribuirle a él los errores de conducción que se hayan cometido”.

Don Carlos, hermano de Roberto d’Aubuisson, me contó al respecto una circunstancia muy significativa: 

“Mi hermano nunca tuvo buenas relaciones con el jefe de ANSESAL, que era el coronel Roberto Eulalio Santibáñez, a quien consideraba inepto y corrupto. Se cansó de anticiparle alertas y presentarle diagnósticos y recomendaciones que no se tomaban en cuenta. Pocas semanas después del triunfo de los sandinistas en Nicaragua, en julio de 1979, ya exasperado por la desidia de Santibáñez, Roberto se voló la barda y presentó al presidente de la república, por su propia iniciativa y personalmente, un informe sobre el alarmante avance de la conspiración comunista, así como el curso de acción para frenarla y derrotarla”.  

Ese documento, según don  Carlos, contenía información detallada de los planes y de las estructuras de la izquierda armada: nombres legales, seudónimos, cargos, zonas de operación, locales de reunión y casas de seguridad: 

“La tesis que Roberto expuso al presidente se basaba en que los distintos grupos guerrilleros y sus respectivos organismos abiertos de masas, hasta entonces divididos y hasta hostiles entre ellos mismos, iniciarían un proceso gradual de unificación política y militar, además de una dinámica de coordinación clandestina con importantes sectores de los partidos de oposición, de la iglesia católica, de los gremios profesionales e incluso de la oficialidad joven de la Fuerza Armada. En esas condiciones, aseguraba Roberto, en poco tiempo la izquierda armada estaría en capacidad de impulsar una insurrección popular combinada con huelga general y alzamientos de algunos cuarteles” .

A ese diagnóstico, me cuenta don Carlos, se agregaba una recomendación específica:

“Según Roberto no había otra alternativa que la ejecución urgente de un golpe relámpago, masivo y contundente, un blitzkrieg decía él, que desarticulara la jefatura y la red de mandos intermedios y de colaboradores principales de toda esa conspiración. Pero el presidente, general Romero, no dio ninguna señal de aceptación y respaldo a ese plan. Roberto salió de esa reunión completamente frustrado”.

Fue precisamente unos días después de ese incidente cuando el mayor d’Aubuisson buscó contacto con Alfredo Mena Lagos, un joven terrateniente cafetalero, corredor de autos deportivos y germanófilo, “no necesariamente nazi”, me explica él mismo al relatarme aquél suceso. Las unidades de su flota pesquera habían sido bautizadas con los nombres de los generales alemanes que combatieron contra las tropas del ejército rojo de José Stalin durante la segunda guerra mundial. 

Mena Lagos era amigo cercano del general José Alberto Medrano, principal mentor de Roberto d’Aubuisson y, hasta ese momento, máximo referente del anticomunismo salvadoreño. Mena Lagos también tenía una estrecha relación con el nicaragüense Pablo Emilio Salazar, el famoso “comandante Bravo”, un coronel de la guardia somocista que luego se convirtió en el jefe supremo de los antisandinistas alzados en armas.

Preocupado por lo que consideraba un vacío de autoridad en el país, que a su juicio había dejado crecer a sus anchas la subversión izquierdista, Mena Lagos había fundado con sus amigos, entre ellos el doctor Armando Calderón Sol, el Movimiento Nacionalista Salvadoreño, MNS. Y había publicado en los periódicos algunos campos pagados reclamando un “basta ya al desorden social”, una mano más dura por parte del gobierno y la Fuerza Armada.

Me cuenta Mena Lagos:

“Nosotros estábamos muy molestos con los militares por su incapacidad para contener la subversión, a la cual mirábamos envalentonarse día con día. Por eso, cuando d’Aubuisson vino a mi casa a manifestarme su desacuerdo con sus superiores y su afinidad con los planteamientos de nuestro movimiento político, yo no sentí confianza en él. Más bien sospeché que su acercamiento era un intento de infiltrar a nuestro grupo por parte del general Romero, quien a nuestro juicio debía ser sustituido de manera inmediata por un líder más enérgico y capaz”.

Y así estaban las cosas cuando llegó el 15 de octubre. 

Ese día, como a las cuatro de la tarde, sonó el teléfono en la casa de Fernando Sagrera. El Negro, que así le decían sus amigos, no sospechó siquiera que aquella llamada le cambiaría por completo la vida. Apenas unas horas antes había visto en la televisión que varios militares aseguraban haber derrocado de la presidencia de la república al general Carlos Humberto Romero.

Al Negro no le gustaba la política, ni la entendía. Tenía 37 años y era un piloto aviador especializado en riego de cultivos agrícolas. Tampoco tenía simpatía por los militares, aunque su mejor amigo era el mayor Roberto d'Aubuisson. Y aquella tarde, la voz en el teléfono era precisamente la de ese militar. 

“Me urge verte, Negro. Espérame en quince minutos frente a la casa del Choco, le dijo. Ese era era el apodo de Alfredo Mena Lagos.   

Roberto d'Aubuisson, que estaba llamando desde la Escuela de Comando y Estado Mayor de la Fuerza Armada, donde impartía un curso especial sobre guerra política, colgó el teléfono y salió presuroso rumbo a la cita que acababa de pactar. 

Poco antes se había presentado en el cuartel San Carlos ante el coronel Abdul Gutiérrez, uno de los golpistas, para advertirle que no era conveniente que los archivos de ANSEAL quedaran a disposición de los civiles que formarían parte del nuevo gobierno, ya que la mayoría de los que se mencionaban en ese sentido eran, a su juicio, político e intelectuales filocomunistas. 

 El coronel Gutiérrez contó después, en varias entrevistas con periodistas nacionales y extranjeros, que en esa ocasión él mismo le ordenó a d’Aubuisson trasladar de inmediato esos archivos, que estaban en Casa Presidencial, a las instalaciones del Estado Mayor de la Fuerza Armada.

La orden fue cumplida pero, según el coronel Gutiérrez, en el Estado Mayor no confiaban en d’Aubuisson y no quisieron recibirle los archivos en cuestión, solo lo autorizaron para que los acomodara de cualquier manera en una de los garajes de la institución. 

Como quiera que fuese, ya en la casa de Mena Lagos, el mayor d’Aubuisson explicó rápidamente su versión de lo que estaba sucediendo: el golpe era una maquinación de civiles y militares afines a la izquierda, y el nuevo gobierno sería copado por militantes encubiertos de los grupos guerrilleros. Si no se actuaba de inmediato en la organización de un contragolpe de derecha, El Salvador, como Nicaragua y luego inevitablemente Guatemala y Honduras, quedaría bajo el dominio de los comunistas.

Alfredo Mena Lagos estuvo de acuerdo con ese planteamiento, pero poco afecto a los rodeos y más bien impolíticamente franco y directo, le manifestó a d'Aubuisson la desconfianza que su grupo le tenía, y le pidió una prueba de lealtad. “Hoy mismo le voy a dar esa prueba”, respondió d'Aubuisson sin vacilar, y acto seguido se marchó junto al Negro Sagrera, que ya medio iba entendiendo el problema.

Horas después, ya caída la noche y con la complicidad de un par de oficiales amigos en el Estado Mayor, d’Aubuisson y el Negro Sagrera sustrajeron una parte sustantiva de los archivos de ANSESAL; luego, en una camioneta roja tipo Van los trasladaron a la casa de otro amigo, el empresario Orlando Llovera Ballet, ubicada en la colonia Utila, de Santa Tecla. Después llevaron parte de los documentos a la residencia de Alfredo Mena Lagos. “Aquí está la prueba de lealtad que usted me pidió”, le dijo d’Aubuisson.

La importancia de esos archivos es obvia, pero no está demás puntualizar algunos factores que sin duda ayudarán a comprender mejor aquél suceso, aunque sea mediante una interpretación siempre discutibles pero innegablemente compartida por muchos. En el ya citado reportaje de Craig Pyes se lee lo siguiente:

“ANSESAL respondía directamente al presidente de la  república. Desde sus oficinas en Casa Presidencial, funcionaba como el cerebro de un enorme aparato de seguridad del Estado que se extendía a todos los pueblos y comunidades del país. Haciendo un cálculo conservador, puede decirse que uno de cada cincuenta salvadoreños era un informante de la agencia. Además de recoger información, ANSESAL era utilizada para desarrollar actividades de escuadrones de la muerte, según aseguraron oficiales salvadoreños y estadounidenses.

“Después del golpe de Estado se ordenó la disolución de ORDEN y ANSESAL. La reconstrucción de ese aparato de espionaje y la utilización de sus archivos para ubicar a los opositores se convirtió en el principal objetivo del movimiento nacionalista de Roberto d’Aubuisson. Este se robó una parte de los expedientes, que sirvieron de base para orientar la actividad de los escuadrones de la muerte”.

En todo caso, lo cierto es que a partir de la entrega dc esa prueba de lealtad, Mena Lagos y su grupo estrecharon relaciones con el mayor d’Aubuisson.

Muchos años después le pregunto a Fernando Sagrera: “¿Qué le pasó a Roberto d’Aubuisson aquella noche en casa de los Angulo, se quebró?”. El Negro me respondió: “En ese momento Roberto se sentía traicionado, amenazado de muerte, solo. Tenía una carrera militar y unos ideales políticos, y todo eso se había derrumbado. Tenía una esposa y unos hijos pequeños, una familia a la que ya no podría cuidar. Sus enemigos habían ganado la batalla. Era un hombre derrotado, pero un hombre capaz de levantarse desde aquella gran derrota y de hacer todo lo que hizo después. Eso es lo que cuenta”.  

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