• Diario Digital | viernes, 29 de marzo de 2024
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Política - Cinco hombres y un golpe (Segunda entrega)

Joaquín Villalobos atacó para provocar la represión y evidenciar a los golpistas 

Después de un largo rato de ensimismamiento, Joaquín le dijo a Rodrigo: “Los gringos se nos adelantaron”. Sin decir más comenzó a caminar por la sala hasta que hizo otras dos llamadas y terminó de atar los cabos sueltos. Pocas horas antes, en la madrugada, se había producido un golpe de Estado. Y él como si nada, silbando en la luna nomás, totalmente fuera de la jugada. 

Joaquin Villalobos llega a Perquín, Morazán, durante el conflicto armado. Foto de Archivo AFP.
Joaquin Villalobos llega a Perquín, Morazán, durante el conflicto armado. Foto de Archivo AFP.
Joaquín Villalobos atacó para provocar la represión y evidenciar a los golpistas 

Joaquín Villalobos, de 28 años de edad, estaba en una de sus casas de seguridad, ubicada en la colonia Satélite de San Salvador.  Ahí se reuniría con Rodrigo, quien le informaría sobre los últimos avances en el plan para secuestrar a Jaime Hill, uno de los hombres más ricos del país. Era la mañana del 15 de octubre de 1979. 

Villalobos estaba empeñado en supervisar hasta el más mínimo detalle de cada paso de esa operación. No quería que se repitieran los errores cometidos dos años atrás, en 1977, cuando al secuestrar a otro poderoso empresario, Roberto Poma, este fue herido de bala en el forcejeo de la captura y murió días después en cautiverio, justo cuando se negociaba, a cambio de su vida, un millonario rescate y la liberación de dos miembros de la jefatura del Ejército Revolucionario del Pueblo, ERP, que habían sido capturados y eran mantenidos en condición de desaparecidos: Mariano Jiménez Vega y Ana Guadalupe Martínez, novia de Villalobos.

El asunto resultó aún más desastroso. Villalobos se vio en el dilema entre decir la verdad y cancelar la negociación ya en curso de un desenlace favorable para el ERP, o mentir y continuar la negociación con la familia del magnate fingiendo que este aún estaba vivo. En teoría, estaba obligado a mantener el honor de la palabra revolucionaria, pero en la práctica no le cabía la menor duda de que, si optaba por la verdad, sus dos compañeros presos serían ejecutados de manera inmediata. 

Entonces, con el argumento pragmático de que la vida de dos combatientes revolucionarios valía más que las de un oligarca, optó por la simulación, de modo que cobró el rescate y obtuvo la libertad de sus compañeros a cambio de un cadáver. Ese era el segundo error garrafal que cometía. El primero ocurrió en 1975, cuando formó parte del tribunal revolucionario que, basado en un infundado cargo de traición, ordenó la ejecución sumaria del famoso poeta y militante del mismo ERP Roque Dalton.

Aquella mañana Rodrigo llegó muy puntual a la cita y, en lugar del saludo habitual, lo primero que dijo fue que en las calles aledañas al cuartel San Carlos había un inusual movimiento de tanquetas. Joaquín Villalobos sintió algo muy parecido a un corrientazo eléctrico en la espina dorsal. Hizo de inmediato un par de llamadas en clave. Colgó el teléfono y se quedó en silencio.

Después de un largo rato de ensimismamiento le dijo a Rodrigo: “Los gringos se nos adelantaron”. Sin decir nada más comenzó a caminar por la sala yendo y viniendo sin parar. Así pasó otro rato largo hasta que hizo otras dos llamadas telefónicas y terminó de atar los cabos sueltos. Pocas horas antes, en la madrugada, se había producido un golpe de Estado. Y él como si nada, silbando en la luna nomás, totalmente fuera de la jugada. 

Bueno, sí sabía que la crisis nacional había llegado al punto en que la situación del general Carlos Humberto Romero en la presidencia de la república era ya insostenible, y que como una constante en la historia del país, en momentos semejantes, siempre había militares dispuestos al alzamiento. Y, claro, también sabía que entre los potenciales golpistas había dos grupos: los oficiales jóvenes que querían reformas democráticas, y los generales y coroneles que no rechazaban el autoritarismo represivo sino el hecho de que este fuera ejercido de modo insuficiente o ineficiente.

Pero para saber esas dos cosas no era en absoluto necesario se un comandante guerrillero supuestamente ubicado en el ojo de la gran conspiración nacional. El caso era que ni él ni su equipo de inteligencia habían logrado detectar, en los meses anteriores, que la conjura golpista ya estaba en marcha y que en ella también habían participado los comunistas, los demócratas cristianos y los socialdemócratas, además de los padres jesuitas de la UCA y del mismísimo monseñor Óscar Arnulfo Romero. O sea, prácticamente todo el mundo menos él.

Pero eso era más bien un asuntillo vinculado al tema de la autoestima personal. El verdadero problema era que el apoyo de los sectores democráticos, incluyendo a los jóvenes militares progresistas, legitimaba un golpe diseñado por el imperialismo norteamericano. El objetivo real de esa maniobra, le dijo a Rodrigo, era apropiarse de las banderas de la izquierda, apropiarse del programa ya consensuado entre la izquierda y el centro, y de ese modo desarticular la creciente movilización popular.

Era verdad que no se trataba de un programa precisamente revolucionario, pero, según Villalobos, lo importante era que permitía ampliar el bloque social opuesto a la dictadura, y aislar a los grupos económicos, políticos y militares más reaccionarios. Era el proceso de acumulación de fuerza que estaba en curso y siendo jalonado hacia la radicalización por parte de los sectores más combativos. De hecho, el ascenso del ánimo beligerante de las masas, en las constantes protestas callejeras, prefiguraban un estallido insurreccional generalizado.

Esa era la obsesión de Joaquín Villalobos desde sus pininos subversivos a principios de los años 70, cuando estudiaba Economía en la universidad y estaba más interesado en la organización política que en el combate militar. No era casual, en ese sentido, que el primer grupo rebelde que había fundado se llamara precisamente Comandos Organizadores del Pueblo. 

Según él mismo me contó muchos años después, su temprana deriva personal hacia la jefatura guerrillera se había producido por una suerte de efecto de carambola, no como algo deseado sino como el resultado fortuito de una combinación de circunstancias excepcionales e imprevistas.

Esa circunstancia explicaba en parte el por qué, como estratega, Villalobos no se proponía la paciente y gradual construcción de un  numeroso ejército proletario, capaz de librar en los montes una guerra de muy larga duración, contra tropas locales primero, y después contra tropas interventoras extranjeras, como había ocurrido en Vietnam. Ese modelo, tan en boga en la izquierda radical latinoamericana de los años setenta y ochenta, no le parecía ni deseable ni posible en El Salvador. 

En términos de pensamiento revolucionario estratégico, Joaquín Villalobos se había decantado desde por esa otra modalidad en que la guerrilla solo aparece como el pequeño motor necesario para echar a andar al plazo más corto posible el gran motor insurreccional de las masas. Desde ese enfoque la violencia, incluso en su nivel más agudo y frontal, no deja de ser meramente instrumental en relación a las ideas. Es la tesis del uso político de las armas, que desarrollaría con el tiempo.  

Pero Villalobos también creía que una insurrección popular necesita el apoyo de los sectores patrióticos y progresistas entre los políticos, profesionales, empresariales y militares, y que ese apoyo no se consigue con el radicalismo ideológico, que más bien bloquea la posibilidad de confluencia, sino con un programa moderado que permita coincidir en el centro a los revolucionarios y a los demócratas en contra la dictadura.

Ya en democracia, abierto el espacio para la participación política legal de los revolucionarios, coyunturalmente obligados a la clandestinidad, estos podían seguir organizándose y creciendo hasta lograr una correlación de fuerzas que hiciera posible el paso gradual al socialismo, incluso por la vía electoral. Si, por supuesto, estaba el trágico ejemplo chileno, que parecía desautorizar ese camino, pero según Villalobos el problema allá había radicado, precisamente, en el hecho de que el Frente Popular nunca constituyó mayoría social ni electoral, nunca resolvió a su favor el tema de la correlación de fuerzas. Y sin una clara mayoría de socialistas no es viable el socialismo. 

En todo caso, ese era el proyecto estratégico que el ERP venía forjando entre aciertos y tropiezos desde su núcleo inicial de 1970. Y ahora, cuando ya la alianza entre la izquierda y el centro estaba consolidándose en el Foro Popular, dándole piso sólido a una insurrección popular que ya parecía estar a la vuelta de la esquina, la maniobra golpista del imperialismo norteamericano desplazaba el centro hacia la derecha, al cooptar a los demócratas del Foro Popular, y cancelaba así la perspectiva insurreccional. 

Si los golpistas impulsaban las grandes nacionalizaciones y la tan reclamada reforma agraria por parte de los sectores populares, si incluso lograban el cese efectivo de la represión gubernamental, entonces los revolucionarios quedaban, como en la película de James Dean, en calidad de rebeldes sin causa. 

Pero en realidad no era así, le dijo Villalobos a Rodrigo. A los demócratas les darían alguna cuota de representación formal en el nuevo gobierno, solo para crear la ilusión de que el golpe era un cambio en el sentido progresista. Sin embargo, el poder real seguiría en manos de los militares más represivos, que constituían la famosa camarilla fascista que se decía por aquellos entonces.

Por tanto había que impedir que ese plan se consolidara. Joaquín Villalobos comenzó entonces a improvisar un plan de acción inmediata: en principio, la respuesta al golpe no debía darla en forma directa el ERP con acciones propiamente militares; resultaría políticamente más efectivo que su frente político de masas, las Ligas Populares, con el discreto apoyo de algunos comandos guerrilleros realizara alzamientos en los barrios de San Salvador en que tuvieran mayor presencia.

Y diciendo y haciendo, se desplazó hacia la Universidad Nacional, que en aquél momento funcionaba como una especie de cuartel general de la izquierda armada. Y ahí, junto a otros jefes militares del ERP, Jorge Meléndez y Alejandro Montenegro, puso su puesto de mando. 

Como a las seis de la tarde comenzaron a escucharse las primeras balaceras en las barriadas (Mejicanos, Cuscatancingo, San Ramón, Soyapango), reportándose el asedio o ya el asalto a varios puestos policiales. Y pese a que los golpistas, en su primera aparición pública, apenas unas horas antes, proclamaron el cese de la represión gubernamental, la guardia y la policía utilizaron incluso tanquetas artilladas contra los alzamientos populares. 

A eso de las 10 de la mañana del día siguiente, mientras los combates aún persistían, en la universidad tuvo lugar una inusual conferencia de prensa. Rompiendo la tradición insurgentes de cubrirse el rostro parcial o totalmente con un pañuelo o una capucha, el comandante René Cruz, seudónimo de guerra que por entonces utilizaba Joaquín Villalobos, dio su versión de los hechos y respondió las preguntas de un buen número de periodistas nacionales y extranjeros. 

En el salón de la conferencia había muchas armas y guerrilleros que entraban y salían presurosos. También había varios heridos de bala que estaban siendo atendidos de emergencia. “Ustedes mismos han visto la respuesta popular al golpe, han visto la represión brutal que los golpistas han desatado en los barrios y han visto a estos heridos, y yo les pregunto a ustedes, ¿qué es lo que ha cambiado con el golpe?”, dijo Villalobos a los periodistas. Era el mensaje que quería enviar: “Aquí no ha cambiado absolutamente nada. El poder continúa en manos de los militares fascistas”. 

El otro mensaje era más sutil y estaba implícito: doy la cara porque no soy un forajido ni un terrorista, soy un luchador social obligado por ahora a usar las armas en una lucha legítima contra una dictadura militar. Años después, Villalobos me explicaría este punto: “Alguien que cree que efectivamente puede tomar el poder y convertirse en estadista no puede andar jugando irresponsablemente al justiciero enmascarado y con el pecho cruzado de cananas más decorativas y solo útiles para la foto”.   

Pero volviendo a aquél momento, de pronto se escuchó una balacera, cada vez más nutrida, en las cercanías de la universidad. La policía había chocado con los equipos de seguridad periférica del puesto de mando guerrillero. Joaquín Villalobos ordenó entonces la evacuación de los heridos y la retirada general. Él y su escolta salieron a la calle por el lado de la facultad de derecho, requisaron una camioneta de la Cigarrería Morazán que iba pasando por el lugar y se fueron a toda velocidad.

En los días posteriores, tantos las guerrillas como sus frentes políticos de masas multiplicaron de manera casi febril sus actividades, convirtiendo las ciudades en cada vez más abiertos campos de batalla. Efectivamente, ese despliegue de la acción revolucionaria cumplió el objetivo de deslegitimar el golpe de Estado ante la evidencia de la continuidad de la represión por parte de la guardia y la policía, pero al mismo tiempo puso en crisis terminal la presencia de los demócratas y de los jóvenes militares progresistas en el nuevo gobierno, facilitando de ese modo la toma de control por parte de los viejos generales y coroneles más derechistas.

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