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Sucesos - Columna de opinión, por Geovani Galeas

Dos genios salvadoreños

Tanto a Francisco Gavidia como a Jorge González el hecho de ser genios, o de igual manera el de ser reconocidos como tales por sus contemporáneos, les importó un comino. Precisamente por eso, entre otras cosas, han sido tan entrañables para nosotros.

Gavidia & El Mágico
Dos genios salvadoreños

El Diccionario de la Lengua Española define la genialidad como la “capacidad mental extraordinaria para crear o inventar cosas nuevas y admirables”. Habilidosos o muy inteligentes habrá muchos en el mundo, pero el número de quienes poseen habilidad o inteligencia al nivel más alto posible es muy reducido. Esos son los genios. 

Sus nombres brillan en la historia de modo independiente a que en su momento fueran reconocidos o no, ya que muchos de ellos han sido incomprendidos y hasta maltratados precisamente en razón de su rareza. 

Así, a través de los siglos hemos oído hablar de Sócrates y de Kant en filosofía; de Cervantes y Dostoievsky en literatura; de Newton y Einstein en ciencias; de Leonardo da Vinci y Beethoven en artes, de Cassius Clay y Maradona en deportes, entre otros.   

¿Tenemos los salvadoreños el privilegio de sumar el nombre de algún compatriota a esa reducida cofradía de seres excepcionales? 

El asunto es opinable y será siempre polémico. El escritor y humanista Francisco Gavidia ganó fama de genio a escala local por sus múltiples y profundos saberes sobre las más diversas disciplinas del conocimiento. El futbolista Jorge “Mago” González también ha sido reputado como tal, pero en su caso el reconocimiento ha sido postulado sobre todo por los especialistas deportivos y por ese monstruo de mil cabezas que es la afición.

Es extraño pero entre ambos compatriotas hay varios elementos comunes: el origen fincado en la humilde entraña popular, la formación autodidacta, el despiste ante la realidad cotidiana concreta, la timidez y el pudor ante los homenajes, la nula voluntad de autopromoción, el alejamiento deliberado y consistente del afán de fama,  poder y dinero, la modestia y el comportamiento excéntrico, difícilmente digerible por quienes habitamos en el universo silvestre de la normalidad.

Y otra coincidencia más: del mismo modo en que el prestigio de Francisco Gavidia fue opacado en el mundo por la impetuosa celebridad de su contemporáneo Rubén Darío, asimismo la saga de Jorge González ha sido disminuida de alguna manera por la luminosidad de su contemporáneo Diego Maradona. Pero eso sí, tanto Rubén Darío como Diego Maradona reconocieron públicamente en algún momento su admiración por la grandeza de los nuestros. 

Y una más todavía: absortos en su extraño universo mental, tanto a Francisco Gavidia como a Jorge González el hecho de ser genios, o de igual manera el de ser reconocidos como tales por sus contemporáneos, les ha importado en realidad mucho menos que la mitad de un comino. Precisamente por eso, entre otras cosas, han sido tan entrañables para nosotros.

Sobre Jorge González he publicado un libro, “San Mago, patrón del Estadio”, y múltiples reportajes en diversos medios, y aún se habla de él con bastante frecuencia aquí y en España. Pero la figura de Francisco Gavidia tiende a olvidarse cada vez más. Lo que sigue es un breve homenaje en su memoria.

San Salvador, 18882. En el cuarto de una modesta pensión, un joven de 17 años, Francisco Gavidia, realiza en soledad una serie de estudios que desatarán una gran revolución literaria. El muchacho es austero, tenaz y firme. No hace mucho que abandonó la facultad de leyes, dispuesto a educarse con el solo auxilio de su propio esfuerzo. 

Ni el dinero ni el tiempo le permiten la bohemia: el primero lo gasta en libros y el segundo en escudriñarlos: devora tratados de química, historia, álgebra, filosofía, física, retórica y, claro, literatura. Para sobrevivir imparte algunas clases de música.

Ahora lee en francés un libro de poemas de Víctor Hugo: “Les Chatments”. Ha captado ahí una sonoridad extraña a la poesía castellana, cuya música, a fuerza de reiteración, siente agotada. Los poetas de habla española machacan un mismo ritmo bajo la batuta del español José Zorrilla, y en Latinoamérica se adolece además de una saturación de quejumbre y languidez. 

Él intuye un canto distinto que vibre con nuevos asuntos: la exuberancia de la naturaleza americana como metáfora de nuestro propio destino, el pasado ancestral, los avances científicos, los avatares sociales, la raza y la patria. Ha concluido que el verso es el molde del lenguaje, y que el modo versal en boga es incapaz de expresar esas realidades. “Hay que inventar ese modo”, se dice.

Y en los Versos de Víctor Hugo encuentra una soberbia flexibilidad sonora. ¿Pero cómo trasladar esa música verbal a nuestro idioma? En el discurrir de sus altos estudios, Francisco ha llegado a dominar esa antigua ciencia que se llama escandir, y que le permite remontarse a las fuentes, yendo de Víctor Hugo a los clásicos griegos y latinos. Avanza en su empeño, pero hay un algo que se le niega. Una y otra vez ensaya la traducción, y una y otra vez ese algo se le escapa. Y en eso tocan a su puerta.

Un grupo de amigos vienen a su cuarto para presentarle a un poeta nicaragüense recién llegado, que no rebasa los 15 años, y que apenas es presentado suelta observaciones agudas, citas sorprendentes e improvisaciones extraordinarias. El impacto de su talento es tal que ya Francisco piensa que este poeta-niño está destinado a cautivar al mundo.

Rubén Darío es el nombre del visitante, y es un virtuoso de la versificación. Su celebridad comienza a extenderse por Centroamérica. En nuestro país el propio señor presidente lo ha nombrado su huésped y paga los gastos de su estadía. 

Francisco habla de renovar la poesía castellana, lee los versos de Víctor Hugo, analiza su estructura, muestra su trabajo y confiesa sus dificultades. Todos lo oyen como oír llover. El asunto les parece irrelevante (¿qué hay de malo en el ritmo de Zorrilla y en cantar los ayes del amor y la melancolía?). Todos excepto uno: Darío escucha, pregunta, pide la relectura de los versos y revisa las traducciones. Su intuición vislumbra “la veta de una mina monstruo”.

Pasan algunos días. Darío va de juerga en juerga, despilfarrando genio y dinero. Pero en medio del torbellino publica unos versos en que logra justo lo que Francisco intentaba en vano: la traslación poética del soneto alejandrino francés al español.

Ambos muchachos vuelven a encontrarse y juntos perfeccionan el nuevo metro poético, eso que “va a tener tan poderosas alas como para influir el ritmo que preside el flujo y el reflujo del mar del habla castellana”.

La suma de esos dos talentos juveniles desata la gran revolución literaria que constituye el modernismo. Pero mientras uno de ellos gana el aplauso universal, el otro es prácticamente ignorado fuera de nuestras fronteras, y progresivamente olvidado dentro de ellas. 

Francisco Gavidia escribió mucho y publicó poco; salió del país solo en tres ocasiones y fue siempre un hombre de escasos recursos económicos. Murió en 1955 en San Salvador a la edad de 90 años. Su vida privada y pública fue intachable. 

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