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Le falta honestidad a esta paz que celebramos

Le falta honestidad a esta paz que celebramos

Veinticinco años de la firma de los Acuerdos de Paz en el castillo de Chapultepec, México, servirán para que el Gobierno de El Salvador (GOES) realice este mes una serie de actos oficiales que conmemoran —¿celebran?— el fin de uno de los acontecimientos sociopolíticos más importantes de nuestra historia: la guerra civil salvadoreña. 

En su trajinar publicitario y de promoción, los actos, eventos y hechos del GOES para esta conmemoración llaman, desde ya, a la unidad, a la paz y a la esperanza. Sendos desplegados y productos audiovisuales se elevan en diversas plataformas de comunicación del Ejecutivo, especialmente en redes sociales, tratando de generar una atmósfera de optimismo en un país al que le cuesta tanto dar pasos hacia adelante y creer que la paz existe. Un concierto de artistas internacionales con rostro de cadena de televisión poderosa; un monumento de grandes dimensiones y cuestionado por su idoneidad estética en el bulevar Monseñor Romero; estampillas conmemorativas; la entrega de un documento o pronunciamiento titulado Una generación para la paz; algún que otro foro; etcétera, son parte del menú. Escasea, por otro lado, la agenda más de tipo popular y la reivindicación de las víctimas.

Aunque los afanes oficialistas son lógicos, el Gobierno —necesitado de un marco casi de fe para generar empatía con los ciudadanos ante sus números paupérrimos de aceptación popular— parece allanar el camino de la ceguera sobre el presente que vive la sociedad salvadoreña. Y no faltan porristas al clamor de la fiesta de la paz, incluso en la academia. 

El resquebrajamiento del tejido social, la casi extinta credibilidad de las instituciones del Estado y la violencia extrema que nos tienen siempre como ejemplo negativo en el mundo no serán, al parecer, detonantes de un ejercicio autocrítico oficial, del que también los ciudadanos deberíamos responsabilizarnos. Un ejercicio que llame a la reflexión sobre aquello en lo que como sociedad nos hemos equivocado en estos 25 años. Y si ese análisis está contemplado, tendrá lugar en los rincones menos vitoreados del aniversario.

La guerra civil salvadoreña y el etnocidio que lideró el Estado militar en 1932 constituyen los hechos históricos y culturales de mayor impacto en el siglo XX, y sus secuelas de polarización e ideologización casi dogmática siguen todavía vigentes porque sus actores principales aún definen los destinos de la nación desde el poder político. Esto a pesar de que su antagonismo, visto lo visto, ya se volvió solo materia de discurso.

“Nuestra realidad actual fue moldeada –en gran manera– por los acontecimientos que se desataron o amarraron a inicios de la última década del siglo XX, con los Acuerdos de Paz. La sociedad salvadoreña había llegado a un momento conflictivo de cambios, empantanados en un trágico equilibrio de las armas, y los Acuerdos aceleraron la posibilidad de muchos de ellos”, dice el sociólogo Rafael Guido Véjar en su artículo Los Acuerdos de Paz: ¿refundación de la República?

Así, la influencia aún de la guerra civil y de los Acuerdos de Paz es sustancial porque la estructura del Estado cambió a partir de ellos, porque lo que fueron logros importantes aún es parte de la realidad y porque, en efecto, la vida nos cambió para siempre como nación. Se refundó la República, diría Véjar. 

Los Acuerdos de Paz deben conmemorarse. Como proceso de negociación de fuerzas bélico-políticas son un ejemplo aún para el mundo, y su papel como nacimiento de una nueva institucionalidad no es algo que se ponga en cuestión. Son un hecho absolutamente significativo y mal hacen aquellos que, acudiendo a la superficialidad del entender al otro, no miran de cerca la crítica: este debería ser un momento de pausa sensata, de un ejercicio de análisis profundo, de aceptación de los errores que han construido un nuevo monstruo de país, de debate y más debate, no solo de hacer fiesta y gritarle al mundo lo maravilloso de una paz inexistente.

La dificultad de alcanzar acuerdos políticos, para el caso, es hoy en día la semilla en la que se fundamenta la coyuntura social negativa de los salvadoreños. Y, tanto como antes, algunos de los actores que toman decisiones medulares para el país también fueron parte del proceso de guerra y paz. 

La guerra civil, según el sociólogo e historiador Ricardo Argueta en su artículo La guerra civil en El Salvador (1981-1992), tuvo las siguientes causas: “La larga permanencia de un régimen político autoritario, la falta de un gobierno civil resultado de elecciones competitivas libres, un sistema legislativo no representativo, falta de independencia del poder judicial, total irrespeto a los derechos humanos, ausencia de una prensa independiente o de un organismo electoral autónomo”, entre otras.

Algunas de estas causas, 25 años después, siguen vigentes, y la olla de presión que tratamos con fuego durante dos décadas y media ha traído consigo una sociedad que nuevamente se pregunta si está o no en guerra. Porque, claro, si tu tasa de homicidios es de más de 80 por cada 100,000 habitantes en 2016 y la de Colombia (aún en guerra), por ejemplo, no llega ni a 25, razón hay para preguntárselo: ¿está El Salvador en una nueva guerra? Naciones Unidas considera un país en epidemia de asesinatos cuando su tasa sobrepasa los 10 por cada 100,000 habitantes. A nosotros llegar a 50 nos sonaría a avance y muy seguramente habría otra fiesta de políticos enarbolando logros de paz, esperanza y unidad.

Por otro lado, hay un ejemplo que me resulta revelador, el del paralelismo entre el papel de los cuerpos de seguridad durante y antes de la guerra en El Salvador con lo que está sucediendo en este momento. Sería injusto no señalar las distancias entre el abuso y la violencia que ejercían los cuerpos de seguridad del Estado antes y durante la guerra con lo que hacen ahora la PNC y la Fuerza Armada. Pero sí que es necesario puntualizar sobre una tendencia represiva que ya está incluso registrada en informes de la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos.

Sendos trabajos periodísticos dan cuenta de presuntas ejecuciones sumarias de parte de policías y militares contra pandilleros y no pandilleros, hechos que ya están siendo procesados algunos judicialmente. Y aunque sería aventurado hablar de una política de seguridad que tenga a la violencia extrema como medida única de coerción, cada vez son más las voces que gritan por aclarar el panorama sobre qué hacen realmente los cuerpos de seguridad en las zonas más conflictivas, cómo actúan con la ciudadanía, cuál es su papel frente a los jóvenes, etc. 

Un amplio sector de la sociedad —por no decir la mayoría de los salvadoreños— trata con radicalismo el tema de las pandillas, arguyendo vendettas de infamia capaces de pasarse por entre las piernas los derechos de aquellos ciudadanos que la PNC y la justicia en general tildan como mareros. Si la Guardia y la Policía de Hacienda eran cuerpos represores que en muchas ocasiones defenestraron la vida de los salvadoreños pobres, parece que, a 25 años de los Acuerdos de Paz, es tiempo de poner en el papel cómo miran los ciudadanos de las zonas  más humildes y afectadas por la violencia extrema a la Policía Nacional Civil y al Ejército.

El Informe de registro de la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos sobre desplazamiento forzado, de agosto de 2016, dice en el apartado de conclusiones: “Entre los grupos delincuenciales señalados como responsables de los hechos que están forzando a las personas a desplazarse internamente, las pandillas aparecen mencionadas en la mayoría de los casos. No obstante, mueve a la preocupación que se hayan denunciado algunos casos en los cuales policías y elementos de las fuerzas armadas fueron señalados como responsables de ejercer actos de intimidación o amenazas que derivaron en desplazamiento”.

Quizá sea bueno preguntarse, ahora, si este cuarto de siglo transcurrido es suficiente para saber si las instituciones del pasado y su ADN han sido eliminadas de raíz o si existen en el subconsciente de las actuales resabios de la barbarie que en algún momento también sirvieron de detonante para que miles empuñaran las armas en contra del autoritarismo, en un acto de explosión social que derivó en guerra.

Que el GOES haya decidido conmemorar y celebrar la paz que se alcanzó en 1992 no es un error. El error es hacer de esa fecha una fiesta adicta al optimismo, a la esperanza, a la unidad, a los pajaritos preñados, a los unicornios de colores, a los ríos de agua viva, negando lo que a la vista de todos es una realidad cruenta en la que la muerte ronda con números mayores que muchos países en guerra.

Ojalá haya tiempo y espacio en 2017 para que las entidades más allá del Ejecutivo, como la academia, las organizaciones sociales o incluso las comunidades, puedan fomentar la sana crítica respecto del país que construimos luego de 1992.