Koyo, un viejo idiota y feliz
Bob Dylan proclamó que en lugar de seguir a los líderes había que observar detenidamente los parquímetros, y que no se podía confiar ni en dios ni en nadie que tuviera más de treinta años.
(Para Mariana, Pablo y Mateo, tres pedacitos míos)
Cuando en los años sesentas las muchachas y los muchachos de California se aburrieron del ácido lisérgico y de la mariguana, de las bravuconadas militares más allá sus fronteras, del “time is money” y de las emociones de celuloide que les vendía Hollywood, volvieron los ojos hacia el Oriente lejano y encontraron un algo al que le decían "el Tao".
Simplicidad, silencio, vacuidad, transparencia, inmediatez, decían los que conocían el Tao. Y repetía: cualquier camino que pueda ser recorrido no es el camino del Tao, cualquier libro que pueda leerse no es el libro del Tao.
Jack Kerouac se lanzó entonces a la carretera con los ojos cerrados y el corazón abierto. Allen Ginsberg descubrió que un aullido puede ser una de las formas más altas del poema. Bob Dylan proclamó que en lugar de seguir a los líderes había que observar detenidamente los parquímetros, y que no se podía confiar ni en dios ni en nadie que tuviera más de treinta años.
Y casi todos los nietos de Walt Whitman (que era un cosmos y un hijo de Manhattan, que se cantaba y se celebrara a sí mismo porque sabía que también era una simple brizna de hierba), casi todos sus nietos, te decía, fueron seducidos por el Tao y decidieron sembrar geranios y amapolas en las boquillas letales de los fusiles, danzar desnudos en las playas de Malibú y hacer el amor bajo la luna en el Central Park de Nueva York.
El Washington Post y el New York Times, desconcertados, reportaban que ya no hay pudor ni patriotismo, ni respeto ni moral en estos tiempos de perdición y ludibrio. Y enviaron a sus mejores plumas al Oriente lejano para indagar en el terreno el origen de aquella disolución, para saber qué querían decir exactamente los que conocían el Tao cuando decían simplicidad, silencio, vacuidad, transparencia, inmediatez.
Los inteligentísimos chicos de la prensa hurgaron archivos, enciclopedias, antiguos pergaminos y hasta fichas policiales; levantaron testimonios, compulsaron datos, interrogaron a varios transeúntes y a otros tantos eruditos, y luego de muchas fatigas creyeron haber dado por fin con el culpable del estropicio.
Era un tal Koyo, un monje zen muy anciano, ágil como un mono, menudo y algo estúpido, según los reportes de los inteligentísimos chicos de la prensa.
Koyo pasaba sus días y también sus noches danzando y cantando a los altos pinos del monte Tong, al caracolito que sube al volcán Fuji, lentamente, pero sube, a la gloria del poeta Tu Fu (que después de mil y cien mil otoños, decía Koyo, no iba a tener más premio que la inmortalidad), cantándole a una jarra de vino entre las flores, a su propia sombra ebria, al río y a la luna y al reflejo de la luna sobre el río.
Koyo bajaba a veces del Monte Tong y mendigaba a la vera de los caminos y afirmaba que, en realidad, lo mucho que él hacía era no pensar en nada. Y no cesaba de sonreír ni de hacer inopinadas reverencias sin ton ni son ante el árbol, el río, el niño, la lagartija o la roca; sin ton ni son ante una mariposa, ante el Fuji o ante un grano de arroz.
A Koyo le gustaban las muchachas de cabellos largos y cintura breve, y las amaba sin prisa entre los altos pinos y las florestas del Tong. Llegaba sin avisar y se marchaba sin despedirse. Y a veces, en lo profundo del bosque, lloraba solo y en silencio. Pero todos sospechaban que esas lágrimas eran de felicidad elemental.
Y preguntado que fue el infrascrito monje directa y concisamente díganos qué demonios es el Tao, señor, dio en responder el muy ladino que el Tao era el ciprés en el patio de su casa. Los inteligentísimos chicos de la prensa, ligeramente irritados, reformularon la pregunta, no sin antes advertirle que se dejara de metáforas y ambigüedades y fuera de una buena vez al grano.
Koyo entonces dejó de sonreír, puso cara de circunstancias y dijo: muy bien, señores periodistas, hablaré en términos claros y concisos para que ustedes puedan entenderme: el Tao es el ciprés en el patio de mi casa. O más claro todavía, clarísmo y sencillo: el Tao es el ciprés en el patio de mi casa. Y dio la vuelta y tarareando un verso se marchó hacia el bosque Tong. Cuentan que ese verso, inventado por él mismo, decía lo siguiente: “una jarra de vino entre las flores y ningún prójimo para beber conmigo, bueno, está la luna y mi sombra, pero la luna no bebe y mi sombra se contenta con seguirme”.