columna de opinión

Miserias del espionaje cubano

Geovani Galeas, escritor, y editor de política de El Salvador TIMES

"Conocí a Eliseo Alberto en un café de la ciudad de México a finales de los años 90, cuando él ya era un novelista bastante reconocido. Yo había sido amigo de su hermano Rapi, un loco genial que hacía cine experimental".

El joven teniente de infantería Eliseo Alberto de Diego García Marruz, con dos años de servicio activo en La Habana, recibió por parte de su jefe una orden terrible en 1978: tenía que informar a los aparatos de inteligencia sobre las actividades de su padre y sus hermanos. Lo hizo. Pero a la larga lo que escribió fue un célebre informe contra sí mismo.

Aquellos eran los tiempos en que por la política de reunificación familiar, y por primera vez, en veinte años, el régimen de Fidel Castro permitía un acercamiento entre los cubanos de la isla y los del exilio. Hay que decir que el padre del joven teniente era un poeta de prestigio mayor tanto en Cuba como en el mundo entero: Eliseo Diego. Sus hermanos, conocidos como la Fefé y el Rapi, eran asimismo protagonistas centrales de la cultura habanera.

Los visitantes que comenzaron a llegar de Miami, “gusanos convertidos en mariposas gracias a los dólares que traían”, dice Eliseo Alberto en su informe, invadieron la isla y el hogar del famoso poeta. “Tienes que informarnos de todo lo que se habla en tu casa”, le dijeron al teniente. Él cuenta que su primer impulso fue negarse, pero aquello era una orden militar irrecusable. 

Sus superiores intuyeron sus reservas y apelaron a un argumento cínico: “Me dejaron solo en la oficina ante un rimero de informes escritos en mi contra y firmados por antiguos condiscípulos del Instituto, vecinos del barrio y algún que otro poeta y trovador, de esos que visitaban mi casa para decir o cantar sus versos a mi padre”, relata el teniente.

Eliseo Alberto leyó aquellos informes en los cuales se aseguraba, entre otras cosas, que su familia era descendiente de la aristocracia; que él mismo no había renegado claramente de su formación católica; que era novio de una muchacha que no era militante del partido comunista; que su casa estaba repleta de literatura burguesa y era visitada por intelectuales existencialistas y en todo caso no marxistas-leninistas, y otras lindezas por el estilo.

También le habían dejado en el escritorio otro informe contra su familia. “Pero la revolución exigía anteponer los principios a los sentimientos: la auténtica familia es la revolución, la verdadera lealtad es con el partido”.  Y el teniente Eliseo Alberto entregó al fin su propio informe. El hecho es que en Cuba todos se espiaban unos a otros, y todos  informaban en secreto a los aparatos de inteligencia.

“El chisme adquirió metodología política”, relata el teniente, “lo que importaba al Estado era contar con un archivo comprometedor de cada uno, no una reseña sobre el posible acusado sino un arma contra el seguro confidente o soplón. Un texto donde cada uno de nosotros firmaba el compromiso de nuestro propio silencio, pues tarde o temprano esa página escondida en los naufragios de la historia podría salir a flote con su carga de mierda”.

Un día de pronto dejaron de pedirle el resultado de su espionaje familiar: “Deben haberse cansado de mi lirismo. Me faltaba carácter, vocación, principios. Yo seguía siendo un cero a la  derecha de la izquierda. Me dejaron en paz porque ya me tenían archivado. Yo estoy preso en ese archivo”, cuenta el teniente.

Años después, ya viviendo fuera de la isla, Eliseo Alberto publicó su famoso “Informe contra mí mismo”. Al referirse a los informantes, “que son todos los ciudadanos cubanos”, reflexiona: “Los perdono, pues es la única manera de perdonarme a mí mismo. Muchos no estarán de acuerdo, porque por esos informes fueron condenados injustamente a la cárcel, la soledad o el destierro, y hay que tener cojones de oro para perdonar lo imperdonable. Los comprendo, yo también informé contra o sobre los míos”.

Conocí a Eliseo Alberto en un café de la ciudad de México a finales de los años 90, cuando él ya era un novelista bastante reconocido. Yo había sido amigo de su hermano Rapi, un loco genial que hacía cine experimental. Leí tu informe, le dije, “No importa, nadie es perfecto”, me respondió sonriendo, y acto seguido me pidió que le contara detalles de lo que había pasado con Roque Dalton, a quien había conocido, “admirado y querido hasta las lágrimas allá en Cuba”.