• Diario Digital | jueves, 18 de abril de 2024
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Gloribel y Fernando (Primera parte)

Esta es la primera entrega de una serie llamada “Historias de guerra” que el autor nos presenta como parte de un proyecto especial.

Gloribel y Fernando (Primera parte)

Lorenzo salió del apartamento hasta el borde de la acera, prendió un cigarrillo mientras observaba como la neblina avanzaba cubriendo lentamente la noche. Suspiró, algo había en el ambiente que le causaba nervios, como un aliento fétido soplándole la nuca.

Se encamino al vehículo parqueado al borde de la cerca llena de arbustos y creyó escuchar una voz que le decía vete, vete…mientras escuchaba una sirena que aullaba en medio de la noche.

—De seguro lleva algún herido al hospital militar que está a pocas cuadras —pensó.

Era el último recuerdo que tenía de aquella noche de noviembre.

Los personajes

Fernando era un tipo rudo, pelo ensortijado y rebelde. Corpulento y de voz grave. Las manos plásticas se movían constantemente mientras parlaba. Sus padres tenían su parcela en la costa, al oriente del país y si bien no le habían faltado medios de subsistencia había visto y saboreado la pobreza al lado de los colonos y vecinos de sus padres. Después de noveno grado se ganó una beca para estudiar artes en San Salvador donde se graduó de bachiller. Allí tomo conciencia del mundo que le rodeaba y se volvió muy crítico y a la vez realista, práctico. Su primer trabajo lo obtuvo en la dirección general de cultura del gobierno y asignado a Santa Ana como promotor Cultural, allí conoció a Gloribel y Lorenzo.

Gloribel era una joven obrera de la industria de la confección y líder sindical. Morena, pequeña y templada por el esfuerzo y el coraje que distingue a la mujer asalariada. De carácter fuerte y acostumbrada a la confrontación en pos de la defensa de sus derechos y el de sus compañeras. Conoció a Fernando mientras aquel desarrollaba sus tareas sindicales  y de paso en la lucha política. El acoplamiento de los dos caracteres fue lento porque Gloribel era tajante con sus posiciones socio políticas, Fernando era flexible pero inamovible cuando tomaba una decisión. En esas grescas de planificación al calor de la lucha se fueron compenetrando y cuidando el uno del otro. El conflicto bélico acababa de explotar y era inminente la lucha armada urbana.

Lorenzo se había graduado en el curso de promoción cultural y bibliotecología de la Dirección de Cultura, donde había conocido a Fernando y fue asignado a Sonsonate.

Era un joven idealista que venía de la lucha partidaria social cristiana, pero se había retirado debido a la dictadura militar y el cierre de espacios políticos.

Todos tendrían unos 30 años de edad aproximadamente.

La situación

Las luces del teatro estaban encendidas, las sombras internas habían desaparecido. Un selecto público había tomado asiento en la llamada “pequeña sala”. Rondaban autoridades de la organización pro búsqueda de los desaparecidos en la guerra, Oenegés de derechos humanos, instituciones del gobierno y por supuesto los “chicos” de la prensa, invitados especiales y  el público interesado en aquella historia de amor y de dolor.

La atmosfera era de tensión y un silencio profundo apagaba las suaves voces de los presentes. La espera se hacía interminable en aquel pomposo escenario del Teatro de Santa Ana, acicalado y hermoso, rodeado de colores rojo y oro con sus hermosas sillas afelpadas y sus adornos barrocos que engalanaban las paredes y todos los rincones.

Era un gran acontecimiento, los medios de comunicación estaban atentos al momento. Los camarógrafos se paseaban ansiosos. Habría una treintena de personas, en el centro de atención una señora de piel morena y rasgos indígenas, deshojaba sus dedos una y otra vez con disimulado nerviosismo. 30 años después  la muerte de su hija, iba a conocer a sus nietas: Fernanda y Gabriela, la una tenía 33 y la otra 31 años.

Gloribel —su hija— había muerto allá por los años 80 juntamente con su marido, Fernando, originario de Usulután y miembro de las fuerzas armadas de liberación (FAL), brazo armado del partido comunista

Eran los años más oscuros y profundos de la guerra, las pasiones se habían desatado. El ejército y la cúpula empresarial con apoyo del capital internacional y el gobierno de los estados Unidos de América, habían encontrado resistencia tenaz y prolongada en los obreros, campesinos e intelectuales.

Poco a poco la insurgencia iba organizándose en un solo frente de batalla, ideológicamente, organizacional y geográficamente con diversos puntos de acción; sostenida por la ayuda internacional, gestiones internas y algún apoyo logístico de la población.

El conflicto se iba volviendo cada día más cruel y las acciones de la insurgencia más osada. Ya se habían dado incursiones a los cuarteles con bajas considerables, la respuesta del ejército fue brutal. No era raro encontrar cuerpos desmembrados o cabezas  ensartadas en postes o cercos en las entradas de ciudades o lugares públicos. Mientras  la guerrilla secuestraba y mataba funcionarios, empresarios o comerciantes, destruía los bienes del estado; especialmente los servicios básicos: el servicio de energía eléctrica, puentes, carreteras, beneficios de café, etcétera; el país era un maremágnum de destinos en el que podías quedar atrapado si estabas en el momento y lugar equivocado.

El reencuentro

Pero volvamos al teatro de Santa Ana, donde hay una inusual actividad.

Parece que las jóvenes están por llegar y la tensión reina en el lugar, el cuchicheo entre unos y otros es el signo de que las jovencitas llegaron. Vienen acompañadas por los oficiales de pro búsqueda que han organizado el evento. Una de ellas viene conducida por su marido, es Gabriela –la mayor-que lleva una pequeña niña tomada de la mano, le sigue Fernanda quien va sola con la cabeza agachada y sus pasos lentos y perezosos como queriendo huir del momento. No oculta sus lágrimas, su pelo lacio y corto le cubre parte del rostro.

Esa muchacha quedo de dos meses —se escucha que dice una señora de los asistentes—. “Pobrecilla cuanto debe haber sufrido, huérfana y sola para siempre”.

La abuela a la que no conocen espera al final de la pequeña sala, sus manos tiemblan perceptiblemente, se apoya en el brazo de la silla y se levanta. Tiene la mirada erguida,  levanta sus brazos suavemente al frente como urgiendo a que ese viejo vacío sea llenado. Salobres lágrimas surcan entre sus viejas arrugas. No pierde la compostura. Más bien esboza una sonrisa que es mueca de dolor y esperanza que le parten el alma.

Gabriela, la mayor se va mas suelta, lleva fuertemente tomada de la mano a su hija y a su marido. Allí encuentra fuerza. Por primera vez en su vida van a conocer a su abuela a la madre de su madre, a esa madre que perdieron cuando eran unas chiquillas y nunca más volvieron a ver. Hace mucho que habían olvidado su voz, su cara, su perfume, su aliento; todo era una densa neblina pegada al recuerdo. La perdieron cuando Fernanda era apenas una pequeña de 2 años  y Gabriela tenía cerca de tres meses de nacida.

Los hechos

En un rincón junto a una inmensa cortina de los ventanales, un hombre de unos 60 años observa las escena, lleva unos lentes oscuros y en su rostro no se percibe ninguna emoción, esta distante, lejos como si fuera un visitante de otro tiempo.

  Parece una persona distinguida, lleva un saco deportivo, café claro, un mechón de pelo blanco le parte la frente, amplia y elevada. Siente que de lo profundo de su corazón como una inmensa ola viene con toda fuerza un sentimiento de amor, de solidaridad, de dolor profundo y agudo que lo hacer expeler un pequeño suspiro, es Lorenzo un viejo amigo de la familia de Gloribel y Fernando, padres de aquellas mozas. Los recuerdos le cuecen el alma: Yo estuve allí dice para sus adentros cuando esos malditos los atraparon.

(Continuará)