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El aborto y la legislación contra la mujer pobre

El aborto y la legislación contra la mujer pobre

El 11 de octubre recién pasado, la presidenta de la Asamblea Legislativa, Lorena Peña, presentó una propuesta para despenalizar el aborto en los casos siguientes: cuando el embarazo haya sido provocado por violación sexual a niñas o mujeres adultas; cuando sea por trata de personas; por estupro (en una decisión que tendrían que acompañar los padres o tutores legales); cuando las mujeres se encuentren en graves condiciones de salud o peligro de muerte; y, finalmente, cuando haya una malformación del feto que haga inviable la vida de este luego del nacimiento.

Hay que recordar que en El Salvador toda forma de aborto está prohibida por ley a partir de la reforma al Código Penal de 1998, aprobada un año antes, y a la cual antecedió una serie de debates parecidos a los actuales, con actores similares y con discursos del mismo calibre.

La propuesta de la diputada ha ocasionado lo predecible: un debate pobre, casi estéril, de baja calidad y que, de seguro, no traerá los apoyos suficientes para tratar el tema con la seriedad debida. Hay de todo: pancartas y campañas de kindergarten; conservadurismo y machismo beligerante de funcionarios y funcionarias de derecha; hordas de opinadores con escasa cabeza y mucho garbo; poca estrategia en la izquierda militante y en las organizaciones para plantear con claridad aquello por lo que luchan; ausencia flagrante del debate académico-científico (qué es la vida, cuál es el panorama legal, cuál es el contexto internacional, qué cambió y qué no con la reforma de 1998, cuál es el papel de los medios de comunicación, etc.); desinterés sospechoso desde otros micrófonos más amplios de la izquierda por miedo a la opinión pública; una sociedad ci(vil) que saliva y grita con antorchas por “el respeto a la vida” —una vida que, evidentemente, no es la de las mujeres pobres—; etc. 

Así visto, el panorama es negro. Hay quienes incluso afirman que lo que hizo el FMLN a través de Peña es generar un distractor para evitar que veamos temas de mayor envergadura, como si la vida de las mujeres no debiera ser un tema de nación. He leído la propuesta, el borrador del decreto, y por eso mismo no creo que haya sido un distractor. Se le puede achacar una estrategia pobre, pero hasta ahí.

A pesar de los matices, la propuesta de Peña dibuja esperanza. Hace que la lucha contra el tabú tenga asidero en la opinión de los escépticos y guerree contra la de quienes normalmente eligen lamentarse por abortos mientras aprietan con manos arrugadas sus camándulas y rosarios; esa misma opinión que enmudece cuando surgen casos como la violación de niñas, la pederastia, el machismo del sistema judicial que aplasta a las mujeres con menos recursos, la violencia psicológica contra la mujer, etc.

Hay fuertes sectores de la población que dogmatizan el tema aborto a tal grado de no encontrar razones para su discusión. Plantean, por ejemplo, que lo que se busca es “promover” el aborto, como si la propuesta fuera “obligar” a las mujeres a abortar. Olvidan quizá que es la sociedad la que realmente ha estado obligando a la mujer a cargar con el lastre de una violación o a arriesgar su vida para llevar a término embarazos hasta de fetos anencefálicos (malformación en la que la caja craneal no se ha cerrado), cuya expectativa de vida no sobrepasa los días. Olvidan, también, que el aborto existe en El Salvador al margen de la ley en todos los estratos sociales, pero que son solo las mujeres pobres las que sufren el largo y machista brazo de la ley.

La discusión parece ser la misma de 1997, un año antes de la entrada en vigencia de las reformas al Código Penal que nos hicieron retroceder como país. Los ultraconservadores quieren llevar otra vez el tema al rincón del simbolismo antagónico. Un cuadrilátero en donde en una esquina están —estamos— los malos, es decir, “aquellos que menosprecian el derecho a la vida”; y en la otra están “los que la defienden”, ellos, los buenos. Burdo, sí, pero por lo visto eficaz en esta sociedad. Parece que El Salvador es el país del maniqueísmo por antonomasia... Y quizá ni esta opinión está exenta del vicio.

A veces, resulta inevitable acudir al supuesto de preguntar con dureza sobre qué haría este padre o esta madre acomodada, conservadora radical, si su hija menor de edad es violada por varios pandilleros durante horas, y el fruto de esa violación sea un embarazo que la menor desea terminar inmediatamente, con daño psicológico de por vida en el medio. Un ejemplo vil, rácano, pero a veces necesario porque casos como ese suceden a menudo en las zonas controladas por pandillas, en los barrios populares, en el pueblo. O qué haría este padre buen cristiano si el médico le indica que solo la extracción del feto puede salvar a su hija, una opción que no tienen las mujeres pobres, incluso porque el machismo está presente en el gremio médico como en cualquier otra dimensión de la vida nacional. 

Siempre es bueno que el rico, el clasemediero arribista o el medianamente acomodado sepa en qué país vivimos. 

Las voces de la necesidad urgente de buscar un cambio también son externas. A finales del año pasado, Amnistía Internacional publicaba sobre El Salvador en un artículo titulado El Salvador: familias separadas, abrazos rotos: mujeres encarceladas por emergencias obstétricas y el impacto en sus familias: “El año de 1998 fue para las mujeres salvadoreñas un parteaguas en el ejercicio de sus derechos humanos. En ese año, el Estado salvadoreño decidió retroceder, y mientras la mayoría de países alrededor del mundo se encaminaban hacia la liberalización de la leyes restrictivas del aborto, la legislación penal salvadoreña dejó de contemplar causales bajo las cuales el aborto no constituía un delito y lo penalizó totalmente, sin ninguna excepción. El impacto de la penalización total del aborto en El Salvador, trasciende la esfera individual y alcanza la vida familiar-afectiva”.

El texto, por fuerte, debió convertirse en agenda de nación inmediatamente, pero no fue así.

Las opiniones internacionales que nos llaman a la razón no son de ayer. En octubre del año 2010, el Comité de Derechos Humanos de la Organización de Naciones Unidas instó al Estado salvadoreño a que se modifique el Código Penal que criminaliza cualquier tipo de aborto, sin distinción: “El Salvador debe tomar medidas para impedir que las mujeres que acuden a los hospitales públicos sean denunciadas por el personal médico o administrativo por el delito de aborto. Asimismo, en tanto no se revise la legislación en vigor, el Estado debe suspender la incriminación en contra de las mujeres por el delito de aborto”, según se leyó en un artículo del periódico digital El Faro titulado ONU pide a El Salvador eliminar penalización absoluta del aborto y derogar Ley de Amnistía.

Y en noviembre de 2015, también Amnistía Internacional señalaba: “La extrema legislación contra el aborto vigente en El Salvador está teniendo un efecto devastador en las vidas de decenas de niños y niñas cuyas madres, tras sufrir abortos espontáneos u otras emergencias obstétricas, permanecen entre rejas acusadas de haberse sometido a abortos ilegales”.

No somos un país que tenga por esencia aprender de sus errores. Al contrario: ahí vamos reventándonos los dedos gordos con la misma piedra, especialmente cuando de política se trata. No obstante, recientemente ha habido luces de querer dar pasos de progreso en lo que entendemos por legislación. Lo que sucedió con la Ley de Amnistía, los pasos adelante de la Fiscalía General de la República y algunas otras resoluciones de la Sala de lo Constitucional  deben también ser consecuentes con temas hondos, incómodos quizá, pero de necesaria revisión. 

Por eso creo que la propuesta de Lorena Peña, que fue noticia en la mayor parte de medios, ya sean estos tradicionales conservadores, progresistas o hasta proselitistas, es buena, necesaria, justa, y ha tenido la capacidad de generar opinión; algo que ya resulta bastante positivo. 

Se ha dicho que las redes sociales sacan lo peor de cada uno, pero con temas como el aborto creo que se gana más que lo que se pierde al ventilarlas con enjundia, porque solo hablando fuerte y claro, quitando vendas con fuerza, se lucha contra tabús culturales. Si el megáfono de los obtusos, de los que usan a Jesucristo para machacar a la mujer, es grande y pesado, hay que hacer que la respuesta resuene por todos los rincones a los que tenemos acceso. Las guerras no se ganan solo defendiendo.

Este año hay dos casos importantes que reseñar sobre la violencia contra la mujer en el tema aborto, y no porque no haya muchos otros que también tengan importancia, sino porque estos alcanzaron a llegar a los medios de comunicación:

Sandra Peñate, de 19 años y estudiante del centro escolar Damián Villacorta, en Santa Tecla, fue sobreseída definitivamente por el juzgado Segundo de instrucción de la misma ciudad luego de que la misma Fiscalía General de la República pidió, una vez recibidos los resultados de la autopsia del feto que había expulsado la joven en los baños de su centro de estudios, que se retiraran los cargos. El bebé había nacido muerto y sin cerebro. Sin embargo, antes de esta decisión, Peñate sufrió todo tipo de violencia psicológica, empezando por algunos medios de comunicación que no dudaron en titulares inquisidores para condenar sin pruebas a la joven. Hablaron de aborto, de homicidio, etc., sin haber siquiera comenzado una investigación seria de parte de las autoridades.

Otro ejemplo es el de María Teresa Rivera, quien en 2012 fue condenada por homicidio agravado contra un bebé que supuestamente había nacido vivo y al que, según dijo el juzgado, la mujer trabajadora de maquilas había tirado a una letrina.

Cuatro años después, el mismo juzgado anuló esa condena luego de aceptar que, principalmente en la obtención de conclusiones de prueba, hubo procedimientos científicos que no se hicieron y que fueron determinantes para una condena cruel, atroz, pero sobre todo injusta.

¿Quién le va a devolver los cuatro años de vida robada a María Teresa? 

Son dos casos que llaman a luchar contra el silencio, a evitar que el debate se vuelva espurio y a tomar esto como un detonante. 

Bien conocemos la cantaleta: “Los fetos o niños no nacidos también tienen derecho” o “Es que la Constitución dice que respetemos la vida desde la concepción” o “Solo Dios sabe por qué la violaron cinco hombres, el feto no tiene la culpa” o “Es que si ella está grave de salud eso no significa que debamos sacrificar al bebé en su vientre” o “No me interesa que sea anencefálico y que lo normal es que el producto viva solo unos días; ella debe seguir su embarazo porque Dios puede hacer la obra y hacer un milagro para el niño”. Los conocemos todos, sus dizque posturas, análisis, sus espacios mediáticos, papeles de cajón viejo. Palabras burdas, vagas, trasnochadas. Conocemos bien sus argumentos. Pero... ¿conocen ellos los nuestros?

La propuesta de Lorena Peña a lo mejor tenga defectos, pero ese no es el punto. El punto es buscar desde ya un debate profundo, serio. Hacerle frente al sistema. Un debate que llame al pensamiento y no a los juegos de siempre. Un debate que incluso mejore y corrija lo que plantea Lorena Peña. Los políticos de izquierda tienen el compromiso real de abordar estos temas con responsabilidad y con ánimos de transformación; solo así podrán ser coherentes con lo que su manual ideológico aún plantea. No es algo que se le pueda pedir a la derecha política más recalcitrante, célebre entidad que aún tiene al oscurantismo como epicentro de su pensamiento.

Este es el momento.