• Diario Digital | viernes, 29 de marzo de 2024
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Un año, hijo

No recuerdo cuándo quise o empecé a querer tener un hijo. Solo recuerdo que así fue, o así era: que veía en otros algo que yo deseaba. Una metáfora aún no alcanzada. Un canto que tarareaba al oírlo en otro. Una oración repetida mil veces sin intentar siquiera escribirla. “Ser padre”, “tener un hijo”.

A veces, en ese solitario deseo, intuí egoísmo. ¿Para qué un hijo sino para sentir algo a través de él? ¿Se puede desear tener un hijo? ¿Cuál es el juego: pretender propiedad sobre otro? ¿Me proyecto en un superfluo anhelo de apreciar la vida junto a alguien que lleve mis genes? ¿Qué es lo que realmente quiero?: ¿continuar en el mundo de alguna forma luego de mi muerte? ¡¿Un hijo en El Salvador?!

Pero nunca sucedió —hasta hace justo un año. Siempre hubo un pero, una duda, un obstáculo. Hay quien puede apelar a ese lugar común de no saber quién es la persona indicada con la que tomarás la decisión de traer a otro ser humano a este mundo; sin embargo, siendo honesto debo decir que la duda estuvo siempre en mi mente. Una duda razonable, desde luego. El tiempo tiene misterios que resolvemos solo gracias a él. La complejidad de lo profundo no está determinada por decisiones solaces, lo entiendo mejor ahora. Cada uno sabe lo que quiere, pero sabe mucho mejor por qué supuestamente no puede obtenerlo.

Mañana, 22 de febrero, mi hijo, Erick Andrés, cumple un año de vida. Hace 12 meses, una enfermera embutida en celeste lo puso en mis brazos temblorosos y abrió una cortina metálica. Al otro lado estaban nuestros parientes en la algarabía y el derroche de contenturas; en el quirófano, estaba Ana María, mi compañera, en el epílogo de la faena más compleja que su cuerpo ha sorteado, con el corazón hecho puño y con la tranquilidad que solo el llanto inicial de un minúsculo ser humano puede darle al proceso de parto. Estuve con ella cada segundo, cada instante, cada llanto.

Vivimos embarazo de ilusiones. El manual nos previno de tropiezos, pero no fue refugio de nada. Vivo ahora con ella esta realidad apenas comenzada. Cada paso lo hemos dado juntos. Cuando nos hemos caído, nos hemos dado la mano, tratando de ver siempre hacia adelante a pesar de todo.

Ahora podemos descansar un poco porque el agua empieza a tornarse calma. Durante doce meses he sido padre. He ejercido un derecho que al hombre se le ha negado por siglos por el mismo hombre y por la cultura. Y lo he hecho a sabiendas de lo que significa renunciar a ciertas condiciones de confort preestablecidas. Mi hijo no sabe nada de esto, desde luego. No le importa. Asume con poder el amor que le ofrezco. Es suyo. Lo sabe bien. Lo siente. Lo hace desde el instinto, y me permite acudir a la esencia que ahora labra todo lo que hay detrás de mis costillas. Un grito sonriente lo puede todo. Una carcajada derrumba la penumbra de cualquier mal día. Oasis de vida.

No reivindico ideologías con este testimonio. Mi conducta proviene exclusivamente del amor que siento por Erick Andrés. No busco ser ejemplo de nadie, ni tampoco enarbolar discursos de ninguna índole, ni contestatarios, ni revolucionarios, ni progresistas ni nada. Mi identidad paternal es solo algo que vivo constantemente desde lo que considero natural en mí. No hablaré de sufrires ni de padeceres, porque son solo sombras minúsculas ante un sol de mediodía. Habrá mil y un experiencias distintas de paternidad, muchas respetables, cuestionables otras tantas. Lo que ahora escribo es tan solo para explorar una vivencia a la que he llegado gracias a un niño de un año que me está enseñando la lección más importante de mi vida. Es mi maestro.

Cada mañana, con él en los brazos —o en el pecho o en mis piernas o donde sea—, renacen la virtud y la plenitud nunca antes alcanzadas. No digo con esto que lo que yo vivo es una fórmula. Los rostros de la vida son diversos; habrá quienes, lo sé bien, crean en otro camino, que cuestionen la sensación que ahora describo, y con no más razón que la que ofrece su subjetividad, tan válida como la mía; el llano no se mira igual desde dos montañas distintas.

Cada noche, cuando logramos que Erick Andrés duerma y acampe tranquila su explosividad, un suspiro tibio me recorre el espíritu. Su cuerpo caliente, sus manos regordetas, su respiración hosca, láctea e idílica, sus pies tibios y su cabeza de felpa materializan un deseo hondo que debo gritar a los cuatro vientos, una explosión de magma que viene desde adentro y que hasta el momento no sé explicar bien. Algo estoy viviendo, algo que aún no comprendo y que quizá nunca comprenderé, pero lo pienso vivir con mayor intensidad que todo lo que hasta ahora he hecho.

Es momento de celebrar. De verlo iniciar un camino en el que ojalá podamos luchar los tres juntos. Veremos un momento hacia atrás, buscaremos fotos de momentos agradables, recogeremos cada pedazo que rompimos para volver a pegarlo todo, y brindaremos por él, por nuestro hijo.

Feliz cumpleaños, Erick Andrés. Y gracias por todo, Ana María.