• Diario Digital | jueves, 28 de marzo de 2024
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Los salvadoreños somos violentos. Esta es una frase que, de tanto repetirla, casi se convierte en axioma. Ya sea en tertulias con amigos o en sesudos debates académicos, en los últimos años se está estudiando la “calidad de violento del salvadoreño”. Y si no fuera por los últimos acontecimientos acaecidos recientemente, bien podríamos decir que esto de “ser violentos” es una exageración.    Pero tres hechos concretos nos ejemplifican nuestra “naturaleza” de malos: 1. Los recientes asesinatos de mujeres transexuales en el departamento de La Paz. 2. La publicación de un video en donde automovilistas irrespetan las leyes de tránsito. 3. Y el aparente asesinato de un hipopótamo del Zoológico Nacional. En estos tres casos vemos cómo la violencia permea toda nuestra vida como sociedad. Crímenes de odio, infracciones producto de la prepotencia y un acto de crueldad animal son claro reflejo de lo violentos que somos.

Pero siendo honestos, la violencia que vivimos no es reciente; tiene raíces históricas, que vienen desde nuestro inicio como nación independiente: A finales del siglo XIX, muchos de los cambios implementados en el agro generaron un repunte de la violencia y la miseria sobre las poblaciones indígenas y ladinas de aquellos años. Ya entrado el siglo XX, el surgimiento de los latifundios desencadenó el levantamiento indígena-campesino de 1932. La represión estatal que desató el alzamiento produjo la muerte de más 30 mil personas.

Luego de sucesivos gobiernos militares, golpes de estado y elecciones fraudulentas, asistimos a la profunda crisis política de la década de los setenta. En ese contexto se forma el FMLN, en 1980. El grupo insurgente iniciaría una guerra de doce años contra el Estado salvadoreño. Las consecuencias del conflicto armado produjeron la inmigración masiva, la pérdida de más de 75 mil vidas, el deterioro del tejido social y de espacios de convivencia, y el que la violencia se considerara como algo cotidiano.

A finales de los 90, luego de la firma de los Acuerdos de Paz de 1992, con un proceso de pos guerra carente de una cultura de tolerancia y de paz, la violencia comienza a aparecer nuevamente con la aparición de las pandillas. De esta forma inicia una guerra contra la delincuencia, estrategia que ‒con matices‒ se sigue desarrollando hasta nuestros días, con el agregado de la incidencia del crimen organizado.

Como vemos, la violencia ha estado presente en nuestro devenir como nación desde siempre. Y es necesario hacer este recorrido histórico para comprender que esto que estamos viviendo hoy día son, como se dice coloquialmente, “polvos de aquellos lodos”. 

Actualmente, los niveles delincuenciales y de violencia social llegan a niveles epidémicos, según la Organización Mundial de la Salud (OMS). A diario vemos en los noticieros, los periódicos, las redes sociales noticias de mujeres asesinadas, niños violados, cuerpos desmembrados, perros con sus patas quebradas…nadie se escapa de este baño de sangre en que vive el país. ¿Cómo llegamos a esto?

Aunque pueda sonar como una justificación, si históricamente hemos sido un país pobre, desigual y excluyente, es lógico que cada quien busque la manera de sobrevivir y cuando se trata de sobrevivir, uno hace lo que sea. Cuando nunca te han dado nada, cuando nunca te han apoyado, te acostumbrás a tomar lo que sea y como sea. Por eso los salvadoreños tenemos una cultura de irrespeto a todo lo establecido. No es que no haya leyes; aquí hay leyes de sobra. No necesitamos más legislación, lo que necesitamos es que se cumpla a cabalidad la que ya tenemos. 

Por el irrespeto a la legalidad es que vemos casos como el del video mencionado anteriormente: los conductores irrespetando las leyes, porque aquí es el país del “sálvese quien pueda” y los demás no me importan. Ese video mostraba el típico caso del “vivián salvadoreño”. En este país el ser “animala” es sinónimo de ser inteligente y el que no lo es queda como tonto. Y la “animalada” es una actitud que encontramos en simples conductores, empresarios, políticos jóvenes, viejos... Ya no nos sorprende la real posibilidad que unos vándalos se metan a un zoológico y con lujo de barbarie ataquen a un animal. Existe un desprecio por la vida en este país del cual ni los animales se salvan. Es tal la forma en que la violencia forma parte de nuestras vidas, que ya no nos sorprende que eso haya sido cierto.

    Así pues, debido a la pobreza, a la desigualdad y a la falta de perspectivas reales de superarnos como habitantes de El Salvador, es que la cultura de la violencia y el irrespeto permea a toda nuestra sociedad. Los culpables de la lamentable situación que atravesamos como país somos los salvadoreños, pobres o ricos, con educación o no, todos. Somos una sociedad individualista, intolerante. Solo nos importa lo que nos afecta a nosotros; solo nos importa lo que nosotros pensamos o queremos. ¿Y los demás? ¡Que se vayan al carajo! 

    Desde hace años oímos que solo un “gran pacto de nación” nos sacará del atolladero en que estamos metidos, pero para todo pacto o acuerdo de gran calado se necesita del diálogo, y ¿quién va a poder dialogar si estamos acostumbrados a no oír y a irrespetar a los otros?; porque esta sociedad en que vivimos pareciera que es campo fértil para que la maldad y lo inhumano se desarrollen a plenitud.

    Con este panorama, es difícil no ser pesimista, pero a pesar de comprobar diariamente que como país atravesamos una profunda crisis, este mismo país nos reclama hacer algo por sus hijos. Ernesto Sabato, al respecto, nos dice: “Nuestra sociedad se ha visto hasta tal punto golpeada por la injusticia y el dolor; su espíritu ha sido corroído de tal manera por la impunidad que rodea los ámbitos del poder, que se vuelve casi imprescindible la transmisión de nuevos valores a las jóvenes generaciones”. 

    Creo que ahí está la clave para superar esta desgracia que padecemos, en desechar los “viejos valores” de un sistema que entroniza la riqueza, el individualismo y el utilitarismo, y sustituirlos por nuevos valores: la solidaridad, la inclusión, el respeto al medio ambiente, la tolerancia y la aceptación de las diferencias de los otros. Solo a través de una educación que inculque a nuestros hijos e hijas estos valores, podremos enderezar el rumbo y evitar la catástrofe para este país en que hemos nacido, que nos duele y que nos pide que no lo abandonemos. Todos tenemos la responsabilidad histórica de rescatarlo. Todos.