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Política - Asesinato de Ernesto Regalado Dueñas

Un secuestro y un pleito entre generales

SEGUNDA ENTREGA. Según el informante, el Volkswagen gris fue bloqueado por delante y por detrás por dos taxis. Los atacantes fueron los que simulaban ser trabajadores, y recibieron apoyo de unas cinco personas más, dos uniformados como policías y los otros vestidos de civil, incluyendo dos mujeres. 

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General José Alberto Medrano. Foto de archivo.
Un secuestro y un pleito entre generales

El general José Alberto Medrano aparcó su Pontiac plateado frente al portón sur de Casa Presidencial. Dejó su Colt 45 en la guantera, bajó del auto y cruzó la calle. Los guardianes de seguridad no le rindieron el saludo militar correspondiente, pero le franquearon el paso con prisa temerosa y en silencio. 

Él tampoco dijo nada y se encaminó por el patio arbolado hacia al despacho del señor presidente de la república, el general Fidel Sánchez Hernández, quien apenas unos momentos antes lo había convocado por teléfono a una reunión privada de suma urgencia.

sanchez hernandezSánchez Hernández estaba solo. Era calvo, regordete y bajito. Al evocarlo en el libro “Lo que no conté acerca de los presidentes militares”, Waldo Chávez Velazco anotó: “Al verlo por primera vez, por su pequeña estatura y su sonrisa cristalina me fue difícil no pensar en uno de los enanitos de Blancanieves”. Esa era la imagen, pero sus allegados sabían que era astuto y frío como una serpiente.

Medrano era alto y corpulento. Tenía el cabello rubio y los ojos verdes. Jorge Pinto, en su libro “El grito del más pequeño”, lo describe así: “Sumamente malencarado. Su fealdad inspira terror. Uno se lo imagina matando, torturando”. Se había ganado a pulso esa reputación. 

Sánchez Hernández llenó dos vasos de whisky y puso uno frente Medrano. Lo que sucedió después consta en declaraciones judiciales divulgadas por los periódicos, y en la memoria de quienes estuvieron cerca de esos acontecimientos. Haber leído aquellas, y entrevistar a varios de estos, me permite ensayar una reconstrucción aproximada de los hechos.

Eran las nueve y media de la noche del jueves l1 de febrero de 1971. Doce horas antes, en la colonia Escalón, de San Salvador, había sido secuestrado Ernesto Regalado Dueñas, un joven magnate agroindustrial, descendiente de presidentes de la república por ambas ramos de su familia, Francisco Dueñas y Tomás Regalado. 

Los Regalado Dueñas eran la cabeza de la élite económica salvadoreña, conocida como “las 14 familias” o simplemente como la oligarquía. Jorge Pinto, al referirse al joven secuestrado, dice en su libro: “Su padre lleva la batuta de las 14 familias. Ernesto Regalado Dueñas parecía ser el heredero de la conducción de esa cúpula oligárquica”.

El secuestro

El sargento Juan José Castillo, de la sección especial de la Guardia Nacional, llegó a la esquina de la 103 avenida sur y el paseo  Escalón unos 20 minutos después de ocurrido el secuestro. La información disponible hasta ese momento era escasa. 

Lo que se sabía era que a eso de las nueve de la mañana, un Volkswagen gris se detuvo en esa esquina, bloqueada parcialmente por unos trabajadores que al parecer se preparaban para reparar unas tuberías subterráneas. De pronto aparecieron tres hombres armados, encañonaron al conductor del Volkswagen gris, subieron al auto y partieron con rumbo desconocido. Eso era todo. 

En la calle aún estaba el rótulo de madera que advertía: “Cuidado. Hombres trabajando”. El vigilante de un almacén aledaño  contó al sargento Castillo que ese rótulo lo habían puesto en la esquina la noche anterior, ya casi de madrugada, un hombre y una mujer que se conducían en un Volvo celeste.

Momentos después, un hombre pidió hablar de manera discreta con el sargento Castillo. Fueron a una cafetería cercana, que a esas horas estaba solitaria. Según el informante, el Volkswagen gris fue bloqueado por delante y por detrás por dos taxis. Los atacantes fueron los que simulaban ser trabajadores, y recibieron apoyo de unas cinco personas más, dos uniformados como policías y los otros vestidos de civil, incluyendo dos mujeres. 

El informante estaba parado justo en la esquina, esperando cruzar la calle. El Volkswagen gris quedó frente a él. Uno de los atacantes le gritó que se marchara. Era un joven fornido, de estatura mediana, que usaba unos lentes de miope con gruesas monturas negras de carey. 

Al girar de modo apresurado para alejarse del lugar, el informante tropezó con una muy guapa muchacha rubia “que parecía de buena familia”, y que llevaba una pistola en la mano derecha. El informante agregó que desde hacía cuatro días, el hombre de los lentes de miope, acompañado por la rubia, o a veces por otro joven de pelo rojizo y ojos azules, parqueaba un Volvo celeste a unos cuantos metros de la esquina, y ahí se quedaban platicando un rato. 

Una hora después, el sargento Castillo examinaba el Volkswagen gris, abandonado relativamente cerca del lugar de los hechos, en las inmediaciones de la iglesia San José de la Montaña. 

En la guantera encontró una nota mediante la cual se exigía un millón de dólares por el rescate de Ernesto Regalado Dueñas. La nota estaba firmada por las Fuerzas Armadas Revolucionarias, FAR. 

Las FAR operaban en Guatemala y ya había realizado varios secuestros. Dirigidas políticamente por el Partido Comunista, esa guerrilla fue fundada en 1962 por desertores del ejército constitucional chapín: el coronel Augusto Loarca y los tenientes Luis Trejo, Yon Sosa y Augusto Turcios Lima. 

El sargento Castillo comunicó todo lo averiguado al teniente Roberto d’Aubuisson, que por entonces comenzaba a prepararse como un oficial de inteligencia. Cuando d’Aubuisson cruzó toda la información, encontró un informe servido años atrás por la estación local de la CIA: entre 1962 y 1963: un grupo de jóvenes comunistas centroamericanos recibieron instrucción militar en Cuba. El curso lo impartió, entre otros, el general republicano español Ángel Martínez, que peleó junto a los soviéticos en la segunda guerra mundial, y después junto los vietnamitas en Dien Bien Phu. 

Entre aquellos jóvenes comunistas estaban algunos guatemaltecos que luego llegarían a ser los jefes de las FAR. También unos salvadoreños, de quienes se consignaba ocho nombres: Blas Escamilla, Jorge Arias Gómez, Carlos Hidalgo, Tomás Guerra, Manlio Argueta, Ricardo Castro Rivas, Jorge Federico Baires y Roque Dalton. 

Según el informe de la CIA, en los años posteriores, Roque Dalton había sostenido contactos con dos de los guatemaltecos, Rolando Morán y César Montes, con el objeto de articular una estrategia insurgente para toda la región centroamericana.

Algo sabía el teniente d’Aubuisson sobre Roque Dalton. 

Su nombre aparecía en la lista negra de la Guardia Nacional en todos los puestos en que d’Aubuisson había estado destacado. Además, por orden del general Medrano, había leído con suma atención el libro “Revolución en la revolución y la crítica de derecha”, en el que Dalton demostraba un vasto conocimiento del tema de la guerra de guerrillas. 

La pugna en la cima del poder

Sánchez Hernández y Medrano ingresaron a la Escuela Militar dos años después de la masacre perpetrada por el ejército contra  miles de indígenas y campesinos insurreccionados en 1932, y egresaron como cadetes en 1937. El ascenso hacia el generalato no había sido fácil en un ejército que, por delegación de la élite económica, administraba el poder político desde aquella masacre. Un ejército signado por el anticomunismo visceral, y por las continuas conspiraciones en la pugna interna por la presidencia de la república. 

Hasta ese año de 1971 se habían registrado cuatro golpes de estado, y muchas conjuras y conatos de rebelión en los cuarteles. Pero en medio de toda esa agitación, con su cauda de traiciones, cárceles, destierros y hasta algunos fusilamientos, aquellos dos hombres de temperamentos tan dispares habían logrado escalar posiciones.

Sánchez Hernández se había destacado en las áreas más administrativas y diplomáticas; Medrano en las de la represión y el espionaje. El primero era el hombre de la sonrisa y del cálculo político detrás del escritorio; el segundo era el de la voz de mando y el puño de hierro en el teatro de operaciones.   

Medrano se había convertido en el hombre fuerte del régimen durante la presidencia del coronel Julio Rivera. Hacia 1966, en las postrimerías de su mandato, Rivera vacilaba en la designación su sucesor en el poder. Medrano propuso para el puesto a su amigo Sánchez Hernández, para quien gestionó además el imprescindible aval de la embajada de los Estados Unidos.

Sánchez Hernández siempre estuvo consciente de ese detalle, y lo retribuyó alimentando el poder personal de Medrano. Pero la amistad, y cualquier otro vínculo entre ambos, se habían roto el primero de diciembre de 1970, cuando el presidente Sánchez Hernández no solo despojó al general Medrano de la jefatura de la Guardia Nacional y de los servicios secretos del gobierno, sino que también ordenó su baja definitiva de la Fuerza Armada. 

Aquél primero de diciembre, el ministro de Defensa, general Fidel Torres, convocó al cuerpo de generales para una reunión informativa de rutina. Cuando se disponía a tocar el punto relativo a las actividades de la comisión de adquisición de armamento, Medrano se le plantó enfrente, cuentan que con varios tragos de más, y lo insultó a gritos. El general Torres le exigió compostura y  respeto a su investidura ministerial, advirtiéndole que informaría del incidente al señor presidente Sánchez Hernández. “Pues además infórmele que yo digo que también él es un hijo de de la gran puta”, le respondió Medrano.

¿Pero qué tenía que ver esa pugna entre generales con Ernesto Regalado Dueñas? Bueno, la sabiduría popular dice que detrás de todo conflicto político hay un dinerito perdido y una mujer muy guapa. Y en este caso ciertamente había de lo uno y de lo otro, y ambas cosas estarían relacionadas de manera más o menos directa con la tragedia que estaba por ocurrir. 

Lea aquí la primera entrega.

Próxima entrega: “El general heroico entre una rubia y la mariguana”.

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