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Política - Columna de opinión

El pecado de la oligarquía

Es verdad que la izquierda contestataria convirtió la palabra oligarquía en un insulto, pero lo cierto es que lo que esa palabra designa es una de las formas que puede asumir el poder político

Geovani Galeas - copia
Geovani Galeas
El pecado de la oligarquía

Ser extraordinariamente rico no es un crimen. Por el contrario, la acumulación y conservación de bienes puede ser el fruto de una combinación de virtudes tales como el ingenio, el esfuerzo y la constancia disciplinada. La noción de que detrás de toda gran fortuna hay un robo es una generalización insostenible, y para demostrarlo basta con citar dos nombres: Bill Gates y Steve Jobs.

Pero de manera más general, hay un vasto sector religioso que ha sido históricamente uno de los pilares más sólidos de la democracia moderna, el protestantismo, que considera el enriquecimiento personal o familiar, derivado de una estricta ética del trabajo y el ahorro, como una clara señal de bienaventuranza divina en retribución a una conducta intachable. 

Por otra parte, ser muy rico no implica necesariamente ser un oligarca, dado que la oligarquía no está definida por la mera posesión de bienes materiales, por muy numerosos que estos sean, sino por el hecho de utilizar deliberadamente la riqueza para conquistar poder político, y de este modo poner al servicio de los propios intereses particulares el manejo de la cosa pública que se condensa en el Estado. 

Es verdad que la izquierda contestataria convirtió la palabra oligarquía en un insulto, pero lo cierto es que lo que esa palabra designa es una de las formas que puede asumir el poder político. En términos básicos, oligarquía es el gobierno ejercido por un reducido grupo conformado por los más ricos, o como dirían los clásicos de la sociología: es la manera en que la clase económicamente relevante se convierte además en la clase políticamente dirigente.

Y en ese paso sí existe una grave distorsión determinada por el uso patrimonial del Estado. Esta afirmación no es una denuncia políticamente interesada, sino más bien una constatación formulada desde las ciencias sociales. Así, en nuestro caso, el académico salvadoreño Héctor Lindo Fuentes, doctorado en historia y en filosofía por la Universidad de Chicago, en su libro titulado “La economía de El Salvador”, señala lo siguiente:

“A finales del siglo 19, El Salvador había logrado un crecimiento económico regular y una gran desigualdad social, ya que ese crecimiento económico se basaba en la formación de una muy pequeña y poderosa élite que utilizó el aparato del Estado en función de sus propios intereses”.

Efectivamente, entre 1859 y 1863, bajo la presidencia de Gerardo Barrios, se inició en nuestro país una transferencia de tierras del dominio público al sector privado, “bajo la única condición de que se utilizaran para producir café”, y esa medida culminó con la privatización de las tierras ejidales y comunales, en 1881 y 1882, mediante una reforma que en uno de sus decretos señalaba lo siguiente:

“La existencia de tierras bajo la propiedad de las comunidades impide el desarrollo agrícola, estorba la circulación de la riqueza y debilita los lazos familiares y la independencia del individuo. Su existencia contraría los principios económicos y sociales que la república ha adoptado”.

Y toda esa tierra fue a parar a manos de aquél naciente grupo oligárquico. Aquí si ya estamos hablando de un hecho que, partiendo de un abuso en la economía, ha distorsionada de manera muy grave nuestro sistema político desde aquellos tiempos hasta la actualidad. Lo que los salvadoreños padecemos aún, pese a los innegables avances democráticos registrados dese los Acuerdos de Paz de 1992, es un sistema político subordinado a los intereses de los poderes fácticos, es decir a esa pequeña élite privilegiada.

Evidentemente, un multimillonario no es un delincuente por el hecho de serlo. Pero si se asocia con sus iguales para expropiar y privatizar en su beneficio particular las  tierras del común, si crea fachadas partidarias para agenciarse poder político y hacer de ese modo un uso patrimonial del Estado, entonces estamos ante un fenómeno oligárquico, un pesado lastre para el desarrollo nacional.

 Para conjurar ese mal solo hay un remedio, que igual puede ser aplicado desde la izquierda o la derecha, y esa medicina se llama democracia, que es el gobierno de la mayoría y que se expresa en el fortalecimiento de la independencia de las instituciones. No es que Bill Gates o Steve Jobs sean santos, es que en una democracia digna de su nombre hay oportunidad para todos, pero todos, aún los multimillonarios, son iguales ante la ley. El problema real no es que alguien tenga voluntad de delinquir, el problema es que el Estado no sea capaz de combatir efectivamente la impunidad. Pero algo ha comenzado a cambiar en nuestro país.

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