• Diario Digital | viernes, 19 de abril de 2024
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Sucesos - Artista urbano

Ricardo: El malabarista de los machetes de San Salvador

Este joven de 21 años tiene un trabajo inusual, se la pasa sorteando la muerte cada vez que hace malabares con machetes en los semáforos de la ciudad para ganarse un par de dólares para sobrevivir.

el bicho de los machetes
Ricardo Segovia aprendió hace cuatro años a hacer malabarismo. Foto: El Salvador TIMES
Ricardo: El malabarista de los machetes de San Salvador

En pleno tráfico capitalino, Ricardo Segovia barajea tres machetes con sus manos. Uno a uno los toma con sus manos y con cada aliento se sortea la vida, si uno de ellos lograra penetrar su cabeza sería trágico. Tiene cuatro años de haber aprendido el oficio y apenas acaba de cumplir 21 años, pero es todo un as de los malabares.

Ricardo empezó a practicar este arte en los semáforos de San Salvador cuando tenía 17 años y cursaba noveno grado. En su casa, solo su madre trabajaba muy de vez en cuando, así que la necesidad lo obligó a buscar trabajo y a abandonar los estudios.

El joven se empleó en una panadería, pero esos madrugones para amasar y hornear pan no era lo suyo. Así que se fue a las calles a vender botellas con agua. Viajaba desde San Bartolo, hasta la zona del Paseo General Escalón, donde un día conoció a un joven que le cambiaría la vida. Era un malabarista de unos 22 años, quien se ganaba la vida haciendo girar un diávolo (especie de yoyo).

A Ricardo le llamó la atención y poco a poco aprendió el oficio. Luego, comenzó a hacer malabares con tres pelotitas. La sincronización y los movimientos precisos fue el reto, pero ya había encontrado su pasión.

Con eso comenzó a hacer pequeños espectáculos en los semáforos de la ciudad con las tres bolitas y decidió ahorrar para comprar su propio diávolo. Lo había cotizado. La meta eran $55 y pronto lo consiguió.

En una mañana haciendo un número tras otro, Ricardo puede ganar hasta $15 pero si es fin de semana puede ganar $25.

La compra del diávolo lo hizo sentirse satisfecho, pero el gusto no le duró tanto. En uno de sus números el juguete se enganchó en el rin de una llanta y el carro se lo llevó de recuerdo. Le tocó volver a las pelotitas para ganarse los centavos. Pero a la vuelta de unos días su amigo lo introdujo en otro arte circense: los malabares con las clavas (similares a bolos de boliche).

Una vez dominada la técnica, se le ocurrió un nuevo reto: sustituir las clavas por machetes. La complejidad no solo era mayor, sino el toque de peligro que le sumaba a su número. La técnica no es nada sencilla pues es un conteo casi cabalístico, un juego de números y el ritmo de conteo.

Las cicatrices en sus manos dan cuenta de cómo le costó manejar su nuevo acto. Recuerda que cuando compró los primeros tres machetes tenían mucho filo, en ningún momento se le ocurrió quitarles el filo y con los movimientos fallidos venían las seguras cortadas. Con el tiempo perdían el filo, pero el metal cayendo a gran velocidad siempre ha supuesto una acción arriesgada.

La primera Navidad

Ricardo recuerda muy bien la primera Navidad que pasó como malabarista urbano, ya hace unos tres años. Y no olvida porque hay una cicatriz que le recuerda los riesgos de la calle.

Una tarde trabajaba ahí por el semáforo de la Mascota con las clavas y con traje de payaso. El semáforo estaba en rojo y como siempre, hizo su número sin ninguna novedad. Cuando terminó pasó al lado de los vehículos a pedir la contribución monetaria.

Iba entre los autos cuando de un sedán, bajaron una de las ventanillas de atrás. Eran dos niños. La madre, quien manejaba, no se percató lo que hacían sus crías. Y en cuestión de segundos le arrojaron un mortero a Ricardo. Como lo agarraron desprevenido el mortero entró en su traje de payaso por el cuello y explotó.

El estruendo lo asustó, pero lo más impactante fue el dolor. El semáforo se puso en verde y en medio de la fila de carros quedó Ricardo con los ojos húmedos del dolor y los quejidos de la piel expuesta.

Nunca más volvió a ver ese carro y a esos niños. Pero siempre sabe que la calle tiene sus peligros. Hoy ya no usa el traje de payaso, pero está consiente que eso le daría más seguridad porque ahora los peligros son otros.

Ricardo cuenta que hasta ahora no ha tenido problemas, pues trata de no meterse con nadie y si ve algo peligroso ha aprendido a escurrirse en el tráfico.

Incluso, ha tenido que sortear otras dificultades como que la policía le decomise sus herramientas de trabajo. En dos ocasiones le han quitado los machetes, pues los anda desenvainados. Aunque él les alega a las autoridades que es un malabarista urbano la respuesta de los policía es la misma: “Aquí no estamos para juegos y bayuncadas” y lo dejan si machetes. Los que ahora lleva consigo son el tercer juego que le ha tocado comprar.

Ricardo es el hijo menor en la familia, sus dos hermanos mayores ya se han casado y viven con sus parejas, pero es él quien se ha hecho cargo de su madre, pues ella se ha dedicado a cuidar a su abuela. Él sabe que es el sostén de esa casa por lo que debe cuidarse y ser responsable.

Cuenta que su madre está orgullosa de él, porque se ha convertido en un hombre trabajador y además volvió a la escuela. El año pasado terminó el noveno grado y este año acaba de finalizar el primer año de bachillerato. Estudia los sábados todo el día y los demás los pasa en los semáforos de la ciudad.

Este fin de año lo despedirá trabajando como malabarista y luego con una cena tradicional de pollo en casa de su madre. Está confiado en que el próximo año será mucho mejor, pues se va a titular de bachiller. “Quiero demostrarle a mi madre que yo también puedo”, dice con una sonrisa. Por ahora, Ricardo tiene una novia pero sabe que no es tiempo ni de acompañarse ni de hijos. Aún tiene mucho que hacer. 

No sabe cómo se verá dentro de 10 años, pero está seguro que las artes circenses estarán siempre en su vida. No importa a lo que se dedique siempre llevará en su sangre los retos del malabarismo.

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