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Sucesos - Columna de opinión

Un brutal hombrecillo ridículo se encumbra en el poder

Al igual que Umberto Eco en su famosa novela “El nombre de la rosa”, Ricardo Piglia cultivó un borgismo especialmente fértil.

piglia borges
Imagen tomada de la TV Pública Argentina, del programa de clases abiertas de Ricardo Piglia para analizar la obra de Jorge Luis Borges
Un brutal hombrecillo ridículo se encumbra en el poder

Ayer murió el escritor argentino Ricardo Piglia. Al leer su obra se entiende que, como tantísimos escritores en el mundo, supo en pluma propia que de la lectura de Jorge Luis Borges nadie sale ileso.

Quien lee a Borges queda felizmente contaminado para siempre: la voz del viejo maestro ciego emergerá de algún modo consciente o inconsciente en cada página que escriba. Al igual que Umberto Eco en su famosa novela “El nombre de la rosa”, Ricardo Piglia cultivó un borgismo especialmente fértil. Hace varios años, entusiasmado con una de sus narraciones, le escribí un modesto homenaje en clave borgeana. Ahora, en su memoria, comparto con ustedes aquellas líneas.

Franz Kafka murió diez años antes de que, luego del incendio del Reichtag en 1934, Adolf Hitler estuviera en condiciones de infamar la historia del siglo veinte. Pero en su novela “El proceso”, Kafka describió con alucinante precisión el modelo clásico del Estado convertido en instrumento de terror. ¿Cómo pudo ver con tanta anticipación el acontecimiento futuro?

Sé de una posible explicación más que sorprendente: una noche, en el café Arco de la calle Meiselgasse, de Praga, el mismísimo monstruo en persona le habría revelado sus atroces planes al poeta.

El caso es el siguiente.

Hacia 1938, un estudiante de filosofía llamado Vladimir Tardevsky acudió al British Museum para consultar una página del sofista griego Hipias. Por un error en la clasificación del fichero, le entregan una edición comentada de “Mein Kamp”, prologada por el historiador alemán Joachim Kluge.

Un día antes, por casualidad, Tardevsky había leído en el Times Literary una reseña sobre la publicación del tomo IV de los “Escritos completos” de Kafka y de la biografía de este elaborada por Max Brod. El reseñista destacaba el hecho de que Brod siempre alentó al tímido y solitario Kafka a ligarse con los intelectuales que se reunían en el café Arco de la calle Meiselgasse. Y citaba una carta de Kafka a Brod, fechada en enero de 1910: “Esta semana seguiré ocupando mi puesto en la mesa de Arco. Pasaría ahí con gusto la noche entera, pero temo que si me sumerjo en estas conversaciones al otro día me sea imposible trabajar”.

Cuando lee las notas de Kluge, Tardevsky descubre que Hitler desapareció de Viena durante casi un año, entre octubre de 1909 y agosto de 1910. Tanto Hitler, en su libro “Mein Kampf”, como todos sus biógrafos oficiales, eluden hablar de ese periodo. Kluge afirma haber despejado el enigma: para evadir el servicio militar obligatorio austriaco, el joven pintor Adolf Hitler, de veinte años de edad, huyó a Praga a fines de 1909. Ahí residió hasta agosto de 1910 y frecuentó el sitio de encuentro de un sector de la intelectualidad checa: el café Arco de la calle Meiselgasse. 

Tardevsky asocia el dato, intuye lo extraordinario y se pone a hurgar en los “Escritos completos” de Kafka. No tarde mucho en descubrir las referencias que busca. En una carta dirigida a Rainer Hauss el 24 de noviembre de 1909, Kafka habla de un hombrecillo que dice ser pintor y que se ha fugado de Viena por algún motivo turbio: “Se llama Adolf  y su alemán tiene un acento extraño, aunque son más extrañas las historias que cuenta”, dice Kafka.

Luego hay otra carta a Max Brod, del 9 de diciembre de 1909: “Ayer, cuando discutimos mi manuscrito, yo me encontraba todavía bajo los efectos de mi conversación con Adolf. Él había dicho ciertas cosas y yo pensaba en ellas y es muy posible que debido al recuerdo de sus palabras se me haya deslizado alguna torpeza”.

¿Qué es lo que el tal Adolf le dijo a Kafka como para perturbarlo de aquella manera?, se pregunta Tardevsky. La respuesta está en el “Diario de Kafka”, en la anotación del 12 de mayo de 1910:

“Discusión con A. Su gravedad me mata. Con su cabeza metida en el cuello de la camisa, el cabello inmóvil untado al cráneo, los músculos de la quijada siempre tensos…

–“No quería decir eso –me dice-, yo soy un hombre completamente inofensivo. Solo tuve que desahogarme. Lo que le dije no son más que palabras.

– “Eso es precisamente lo peligroso -lo interrumpí-, las palabras preparan el camino, son precursoras de los actos venideros, las chispas de los incendios futuros.

–“No tenía intención de decir eso -me insiste A

–“Eso dice usted, pero puede ser que ya estemos sentados en el barril de pólvora que convierta he hechos sus deseos”.

Ese pintor fracasado que se gana la vida pintando tarjetas postales, cuenta ante quien todavía no es pero ya comienza a ser un gigante de la literatura, sus sueños desmesurados, en los que ve su propia transformación amo absoluto de millones de seres humanos, piensa Tardevsky. La utopía atroz de un mundo convertido en una inmensa colonia penitenciaria, de eso le habla Adolf, el desertor insignificante y grotesco, piensa. Y Kafka le cree. Considera posible que los brutales proyectos de ese hombrecillo ridículo lleguen a cumplirse y que el mundo se transforme en eso que sus palabras ya están construyendo. El genio de Kafka, piensa Tardevsky, consiste en haber comprendido que si esas palabras pueden ser dichas, también pueden convertirse en actos.

Pero Tardevsky es solo un personaje de “Respiración artificial”, una novela de Ricardo Piglia… Y yo me pregunto si en realidad se produjeron esos encuentros entre el poeta y el monstruo. No lo sé. No tengo a mano la bibliografía necesaria para comprobarlo: (“Escritos Completos” de Franz Kafka, tomo IV, y “Franz Kafka, una biografía”, de Max Brod). ¿Podría alguno de mis lectores, si tiene esos libros, buscar las cartas y diarios que cita el Tardevsky inventado por Ricardo Piglia?

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